Lo que no mata engorda

CANARISMOS

Lo que no mata engorda

Luis Rivero 17.11.2017 | Cultura La Provincia/DLP

La máxima traslada la convicción de que todo lo comestible, aún de mal gusto o escaso sabor, incluso cuando no presente un buen aspecto y pueda sospecharse que está en mal estado, es siempre aprovechable y un buen alimento. Con la salvedad de lo que resulte dañino, prácticamente todo lo ingerible alimenta. Significativa es la sinónima expresión: “cochino limpio no engorda”, que viene a restar importancia a los cuidados en la higiene alimentaria y demás melindres. A fin de cuentas: “agua limpia no engorda cochino”, señala otro dicho similar. En ellos se pone en relación la abundancia de carnes y grasas como parámetro de satisfacción y salud. Algo que hoy podría poner en cuestión buena parte de las teorías dietéticas. “La gordura es hermosura”, decía otro dicho afín de nuestras abuelas.

Es lo cierto que existe un dogma en las sociedades industriales que asocia el hartazgo a la opulencia. Ello podría explicar la tendencia a la obesidad en la etapa posindustrial. El hábito de ingerir más calorías de las que consumimos en nuestra actividad ordinaria es propio de los países ricos, pero se hace extensivo a las sociedades en vías de desarrollo. Para la psicología evolutiva este fenómeno de saciarse hasta sobrecargar las reservas energéticas, sobre todo a base de hidratos, tendría relación con un comportamiento ancestral en el ser humano. Nos remitiría a un tiempo remoto en el que los homínidos deambulaban por sabanas y tundras en busca de alimento. Es decir, la etapa de cazador-recolector (y carroñero, según algunos antropólogos) por la que atravesaron las sociedades humanas preagrícolas. La escasez de comida significaba vivir en una incertidumbre continua. De manera que no se sabía cuándo se volvería a comer. Así las cosas, cuando se encontraba alimento, la tendencia natural era hartarse hasta saciar la necesidad, incluso en exceso. Este comportamiento habría permanecido en la memoria de los humanos hasta nuestros días. La abundancia de alimento provocaría un consumo desmesurado más allá de las propias necesidades fisiológicas. Sería algo así como una respuesta genética y automática ante una infundada perspectiva de incerteza, pero el inconsciente -ya se sabe- no entiende de esas cosas y la tendencia es responder al instinto. Como si se desatara una memoria antigua en algún rincón del cerebro que parece ordenar al individuo: “¡Come, come, que mañana no se sabe!”

En la sociedad canaria, la cuestión puede ser más evidente. Piénsese solamente que nuestra historia -en el sentido que le da la disciplina académica- tendría poco más de 500 años. Somos un pueblo relativamente joven. En cinco siglos -lo que equivaldría más o menos a unas 20 generaciones de canarios- hemos pasado de la Edad de Piedra a la etapa posindustrial (sin casi experimentar todos los periodos de transición que se han dado en otras civilizaciones). Dicho de otro modo: hemos pasado de los petroglifos de Barranco Balos a los emoticonos a través del wasap casi en un abrir y cerrar de ojos. Es posible que hayamos evolucionado, pero también es probable que en nuestro cerebro hayan permanecido grabados los estándares de comportamiento preagrícolas, o acaso de un periodo agrícola precario que coexiste con costumbres de los cazadores-recolectores, en los que la escasez era la norma. Esta información genética que hunde sus raíces en un pasado remoto que va más allá de la historia conocida permanecería intacta en nosotros. Si a ello sumamos los malos hábitos alimenticios a base de dietas descompensadas, con consumo excesivo de carbohidratos, unidos al sedentarismo y añadimos la alteración de los horarios de las comidas impuestos progresivamente por la terciarización de la economía en los últimos años (amén de la memoria o síndrome de posguerra y otros mecanismos psicológicos concurrentes), tenemos como resultado una población con problemas de obesidad evidentes. Una sociedad que -inconscientemente- sigue a pie juntillas el dogma nuestras madres y abuelas que encierra el dicho comentado: “lo que no mata engorda”, “la gordura es hermosura” y toda una serie de loas que asimilan la obesidad a una virtud o a un recurso para estar sano y fuerte.

La respuesta de esta parte arcaica del cerebro, ante una situación de abundancia (o aunque “no estén las cosas para tirar voladores”, pero mientras haya?) es: “mejor hartarse porque mañana no se sabe”. Quizás por ello en la sociedad isleña el hartarse, hincharse (ambos pronunciados enfáticamente con h aspirada) o embostarse sean verbos tan frecuentemente asociados al comer.

En fin, que la simplicidad aparente de los dichos que el lector habrá escuchado en más de una ocasión podría encerrar mucha más enjundia -valga la expresión- de lo que parece.