El lado oscuro de la revolución digital: ¿libertad o esclavitud?

El lado oscuro de la revolución digital: ¿libertad o esclavitud?

© Enrica Perucchietti; artículo publicado en el periódico digital: interessenazionale.net

(traducción al español de Luis Rivero)

 

“No os dais cuenta, pero estáis sufriendo una programación. Ahora, sin embargo, tenéis que decidir a qué nivel de independencia intelectual estáis dispuestos a renunciar”. El llamamiento es del exvicepresidente de Facebook Chamath Palihapitiya que en una intervención en la Graduate School of Business de Stanford (EE.UU.) ha arremetido contra esta red social, declarando un tremendo sentimiento de culpa por haber contribuido a crear los instrumentos que están “destruyendo el tejido social”.

(http://www.universityequipe.com/parole-ex-dirigente-facebook).

El análisis de Palihapitiya no es nuevo ni aislado, pero resulta interesante que provenga precisamente de aquel que ha contribuido al desarrollo de Facebook.

El análisis de Palihapitiya no es novedoso: Evgeny Morozov, por ejemplo,  ha explicado ampliamente en sus obras como Google, Amazon, Facebook, Twitter, etc., serían sólo la encarnación de una nueva forma de capitalismo enmascarado de revolución digital y la enésima versión de centralización del capitalismo

Lo he escrito y lo vengo repitiendo desde hace años: los poderes que impulsan la globalización están abatiendo el viejo mundo para “crear” de sus escombros un ciudadano nuevo que sea fácilmente maleable y controlable. Un ciudadano sin identidad que ha renunciado a su personalidad, al espíritu crítico, a la privacidad, que esté siempre “conectado”. Un ciudadano capaz de abrazar el progreso y en nombre de este, aceptar cualquier disposición, abdicando a su misma humanidad. Un hombre que se convierte en máquina y esposa lo virtual, prefiriendo paraísos artificiales en lugar de la vida real hecha también de dolor, fatiga y desesperación.

 

Para evitar este escenario distópico, el entusiasmo por la tecnología debería acoger también las críticas sobre la posible deriva del progreso técnico, de manera de asociar al desarrollo una  contraprestación ética que mire al bienestar colectivo y no meramente al control social y al beneficio de unos pocos.

El análisis de Palihapitiya no es el único: hace tan solo un mes, Sean Parker, cofundador de Napster y exsocio de Zuckerberg, arremetió en una conferencia en Filadelfia contra la red social, declarando que “explotan la vulnerabilidad psicológica de las personas”. Parker había llamado la atención sobre los posibles daños que podría provocar  el uso inmoderado de las redes sociales por parte de los niños. Desde hace año, en efecto, se habla de las contraindicaciones que la tecnología puede tener sobre los más pequeños: las investigaciones acerca de la sobreexposición tecnológica sobre un cerebro en vías de desarrollo hablan de ansiedad, irritabilidad, depresión infantil, trastornos de apego, déficit de atención, autismo, trastornos bipolares, psicosis y comportamientos problemáticos.

(http://www.huffingtonpost.it/cris-rowan/10-motivi-per-cui-i-dispositivi-portatili-dovrebbero-essere-vietati-ai-bambini-al-di-sotto-dei-12-anni_b_9124584.html)

Por esto, se habla cada vez más de “dependencia” de los dispositivos portátiles como si se tratara de una verdadera “droga”: efectos que deberían ser posteriormente investigados y afrontados. El nivel de atención es cada vez más bajo y el resultado es una disminución de la concentración, de la memoria y de la capacidad crítica. Somos bulímicos de atención, nos estamos convirtiendo en incapaces de vivir en la realidad cotidiana hecha de personas de carne y hueso y de relaciones sociales que van más allá de un “Me gusta”. Los efectos de esta revolución antropológica los podremos observar, plenamente, en los próximos años.

Deberemos también reflexionar sobre nuestra responsabilidad de adultos: el abuso tecnológico que están padeciendo las nuevas generaciones es una forma de compensación debida a la falta de atención que los mismos adultos deberían prestar a los más jóvenes. Se trata de un sucedáneo que puede generar dependencia y esta, a su vez, secuelas permanentes.

Parker y Palihapitiya han sido valientes al denunciar dos aspectos oscuros de la revolución digital que han contribuido a poner en marcha: de un lado, el riesgo de ser manipulados, “fichados” y programados; de otro lado, los efectos colaterales de la exposición excesiva entre los más jóvenes y las repercusiones sobre la colectividad. Lo repito: esto no significar convertirse en portavoz de un pensamiento oscurantista y reaccionario, sino promover una nueva visión “ética” que respete a la persona humana y las relaciones “reales”. El hecho de que el desarrollo tecnológico sea “inevitable” no significa que deba ser abandonado a sí mismo, sin una guía y sin límites: no todo aquello que se puede realizar debe por ello ser realizado. Podemos orientar la búsqueda en un sentido ético y sostenible.

Corremos hacia una deriva poshumana en la que las relaciones sociales tienden a corromperse, en la que las personas arriesgan a sentirse “drogadas” por el abuso de las redes sociales, dependientes de un “Me gusta” o de los comentarios de los otros usuarios, terminando despersonalizadas y alejadas de la realidad “verdadera”. Las redes sociales han derribado muchas barreras, acercan (a las personas), pero al mismo tiempo las alejando de aquello que es real, difundiendo una idea de perfección virtual que sobre todo los más jóvenes tienden a emular acabando inevitablemente explotados.

 

Las redes sociales no sólo han ilusionado en poder ofrecer una “comunidad” en sentido irreal e inalcanzable, sino que también han llevado a constituirse de un odio “democrático” en el que cada cual se siente libre y legitimado (por tanto, con “derecho”) a manifestar su propio disenso (la mayor parte de las veces, acrítico y visceral) llegando al insulto y a la amenaza: y de aquí al fenómeno de los haters y del ciberbulismo. Es como si no existiesen filtros entre el pensamiento/ emoción y lo que se transcribe. En este caso, sin embargo, la “guerra digital” es sólo una excusa para llegar a censurar internet y las voces alternativas, introduciendo para ello el delito de opinión y posterior control tecnológico. El problema no es de las redes sociales en sí, sino nuestro: aquellas son un medio, somos nosotros quienes hemos descuidado la capacidad de usarlas mejor, mostrando inmadurez ética para gestionar la revolución digital.

 

La virtualidad nos hace más frágiles y nos aísla, con el riesgo de ser engullidos en un vórtice hecho de soledad y vigilancia. Esto no significa que se deba renunciar a la tecnología y entregarse al ascetismo, pero deberemos ser más conscientes y responsables de los medios que poseemos y reapropiarnos no sólo del sentido crítico, sino también de aquel espíritu ético que debería ser soporte de la innovación. Para que la tecnología sea pensada en función y por el bien del hombre, para no arriesgar, en caso contrario,  de acabar siendo esclavos de las máquinas que hemos desarrollado.

Enrica Perucchietti