Irse a las Chacaritas

Canarismos

Irse a las Chacaritas

©Luis Rivero/ publicado en suplemento Cultura de La Provincia/DLP

A menudo se echa mano de este americanismo procedente de Argentina que expresa «irse para el cementerio» para querer decir en sentido figurado: «morirse». Chacarita es un barrio de Buenos Aires que da nombre a la que es, seguramente, la necrópolis más célebre de aquel país.

El término chacarita parece derivar de la voz quechua: ‘chácara’ que significa ‘tierra de cultivo’, ‘huerta’ o ‘quinta’. Fue en 1871, por la necesidad de habilitar terrenos para enterramientos de las víctimas de una epidemia de fiebre amarilla, cuando se construyó el actual camposanto de La Chacarita (o cementerio del oeste), junto al barrio del mismo nombre. (Al lugar se le conoció también popularmente como «la quinta del ñato»). A él cantó Borges en uno de sus poemas: «Porque la entraña del cementerio del sur/ fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;/[…] y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,/ a paladas te abrieron en la punta perdida del oeste». Y de aquí nace la locución original: «irse a la Chacarita», que el mismo Borges inmortalizaría –valga la expresión– en uno de sus cuentos: «Una de dos: o lo matas y vas a la sombra, o él te mata y vas a la Chacarita» (Historia de Rosendo Juárez).

De manera que, por metonimia, la expresión: «Chacarita» ha pasado a ser sinónimo de cementerio y «se fue para la Chacharita»  a significar ‘se fue al otro mundo‘ o ‘se murió’. Es probable que por deformación en su uso el singular (la Chacarita) acabó convirtiéndose en plural: las Chacharitas, como se escucha hoy en las islas.

         El origen de la locución guarda un curioso y  extraordinario paralelismo con otra expresión local:  «irse para las plataneras», que se conserva en el habla de Las Palmas de Gran Canaria con referencias al viejo cementerio de Vegueta. Fue precisamente una epidemia de fiebre amarilla que azota la ciudad en torno al año 1811 la que justificaría la necesidad de habilitar terrenos, entonces destinados al cultivo de plataneras en la Vega de San José, para la construcción de un nuevo cementerio. Como mismo hiciera Borges con la Chacarita, algunos de nuestros más ilustres  intelectuales de la época (Domingo J. Navarro, Luis Millares Cubas…) dedicaron unas palabras al nacimiento del camposanto de Vegueta y a la génesis de la locución «irse para las plataneras», como sinónimo de morirse.

Hoy es de uso general en las islas, con cierto valor festivo y espontáneo, «se fue para las Chacharitas» para significar ‘se murió’ o ‘abicó’, unido a un buen número de locuciones de idéntica naturaleza como: «irse al otro barrio», «irse pa(ra)(e)l piso», «tumbar las orejas» o «quedarle dos afeitadas» (vaticinio), entre otras. En la periferia de estas se sitúan otras expresiones que hacen referencia a la manera de morirse, recurriendo a una retórica peculiar: «se murió como un pajarito» o «se murió como un perro». El símil zoológico de la muerte (de un pajarito) nos transmite íntimamente la ternura que despierta en nosotros, seres humanos, contemplar el último aliento en una criatura tan frágil. Y si la muerte del pajarito nos da lástima, en las antípodas de esta expresión necrozoológica se sitúa aquella otra que dice: «se murió como un perro». Más que enternecimiento infunde desagrado –a veces maledicencia– y cierta aversión a la situación de quien llega al final de su vida en inhumanas condiciones, ya sean de abandono, miseria o sufrimiento extremo. Quizás porque nos turba la idea de podernos ver en tan terrible estado. Ante la emotividad lastimera o la desazón que provoca la escena, entre bastidores (o literalmente: a las puertas del velatorio) tratamos de ahuyentar el sopor luctuoso de la muerte con ese antidepresivo natural que es el sentido del humor. Esto es lo que rezuma la socarronería del isleño frente a la muerte, y así se entienden las expresiones que con donaire merodean en torno al final de los días.

Pero los símiles zoológicos a los que se recurre para describir la muerte podrían tener un alcance que va más allá de lo meramente retórico. Piénsese en el adagio que a modo de memento leemos en los frontispicios de los cementerios: pulvis es et pulverem reverteris («eres polvo y al polvo tornarás»). La inquietante máxima –extraída del Génesis 3:18– se vuelve a repetir en el Libro de Qohéleth (o Eclesiastés 3: 19-20). Esta vez  con una premisa esclarecedora (¿o desconcertante?): «la suerte de hombres y animales es la misma: muere uno y muere otro, todos tienen el mismo aliento de vida, y el hombre no supera a los animales. Todos son vanidad. Todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos vuelven al polvo». Lo que literalmente parece mandar al traste cualquier concepción anímica que trate de justificar la primacía de la especie elegida. Así las cosas, se entienden mucho mejor los símiles necrozoológicos y cobra todo el sentido eso que se suele decir en estos casos: «el muerto al hoyo y el vivo al bollo».