Partir un higo para hacer el kilo

Canarismos

Partir un higo para hacer el kilo

Luis Rivero 24.03.2018 | Publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia

Este localismo que he escuchado siempre en Vasequillo viene a decir que el valsequillero “parte un higo para hacer el kilo” cuando la fruta no alcanza el peso exacto, que es un modo de ser preciso hasta la exageración. Se dice de quien no escatima gestos ni esfuerzos para ahorrar (dicho finamente: economizar); en otras palabras: de quien tiene fama de tacaño o agarrado.

La expresión antigua reza: “medio higo pa(ra) (e)l kilo”, que es como jocosamente se asociaba a aquel gentilicio. Pronunciada con la h aspirada (jigo) y contrayendo la preposición con el artículo (pa’l), como es usual en el habla isleña. Hoy ha quedado más bien relegado a un localismo autorreferencial que con buen talante ha terminado por ser asumido y -con ironía- lo pregonan de ellos mismos los naturales de este pueblo de las medianías de Gran Canaria. Puede tener a veces un valor similar a otra expresión más genérica que dice: “siempre le falta una peseta para el duro”. Pero esta fama de roñosos no quiere decir meritada ni que sea privativa del lugar, pues bien es verdad que como casi siempre: unos tienen la fama y otros el provecho. Y así podemos encontrarnos expresiones con referencias similares en otros pueblos como el “pagar al estilo de Guía, tú pagas la tuya y yo pago la mía”. Y de manera genérica un buen número de dichos que a modo de ocurrencias hacen referencia a la actitud cicatera, entre otras: “barrer pa(ra) dentro como las escobas” que se dice de las personas egoístas; “dar menos que un puño cerrado”; “ser más agarrado que un pasamanos” o “más agarrado que una lapa”, y expresiones similares que se escuchan a lo largo y ancho de toda la geografía insular, lo que parece no hacer de la actitud reprochada patrimonio exclusivo de ningún lugar.

Si la escasez es un rasgo que caracteriza a las sociedades preagrícolas y persiste en las sociedades agrícolas primitivas, en las comunidades rurales insulares no lo es menos. Tradicionalmente, estas se sustentan en una convicción que adquiere casi fuerza ideológica: la insuficiencia de recursos, en base a la cual se practicaba la austeridad como “doctrina”. Como si perviviera una vieja creencia que impone la carestía como criterio y mesura omnipresente en cada aspecto de la vida cotidiana. Ello podría explicarse por la pervivencia de aquella memoria atávica de las sociedades primitivas que coexiste con la memoria viva de nuestros ancestros más próximos. Por poner un ejemplo: muchos de nuestros progenitores o abuelos nacieron y crecieron durante alguna de las guerras o posguerras que azotaron Europa en la primera mitad del pasado siglo y que tuvieron evidente repercusión en las islas. Esa población -fundamentalmente rural- y, en parte, su descendencia está adoctrinada por el fantasma de la escasez. La guerra, el hambre, las secas, las epidemias, años estériles, penurias, precariedad… son elementos que permanecen vivos en la memoria (aunque se trate de episodios hoy lejanos); y muy probablemente en algún sustrato del inconsciente colectivo que se nutre de ella.

La agricultura tradicional practicada en las Islas -sobre todo en las zonas de medianías- ha sido básicamente una agricultura de subsistencia. Se trata de una economía basada en el cultivo de cereales, papas, hortalizas y frutales para el autoconsumo, con moderados excedentes con destino al mercado local y la combinación con pequeñas explotaciones ganaderas. En este contexto, la incertidumbre sobre la suficiencia de recursos y el fantasma ancestral de la penuria quizás hayan sido responsables de la frugalidad en los hábitos de consumo y de cierta cicatería en las relaciones de intercambio en el pasado; y que incluso pueden subsistir en el inconsciente colectivo con manifestaciones singulares en los individuos. Pero paradójicamente quien muestra con celo excesiva ecuanimidad en sus tratos y “parte un higo para completar el kilo” se convierte en un ser escrupuloso, pero también hace de él un hombre justo. Más allá de la mezquindad, sugiere la idea del “sol de justicia” que se dice del sol del mediodía por no proyectar sombra alguna, más que en sí mismo; no alarga su sombra sobre nadie ni la recibe de nadie, solo su propia sombra: a cada uno, lo que es suyo.