Cuaderno de viajes: El último bastión del socialismo

Estatua de Stalin en el centro de Tirana

Cuando llegamos al paso fronterizo de Hani i Hotit para entrar en Albania era de madrugada y no había nadie en el puesto de guardia. Hani i Hotit era a la sazón el único punto donde atravesar la frontera desde el sur de Yugoslavia. El chófer del autocar sonó el claxon varias veces para llamar la atención de los guardias durmientes. Poco después comenzaron a salir mientras despabilaban y se abotonaban las chaquetas. Recuerdo que uno de ellos nos preguntó de manera retórica que adónde íbamos a ir, que qué se nos había perdido en Albania y que allí no había más que cuatro cabras. Para dar a entender que Albania era un país pobre y atrasado, con una economía agropecuaria  donde había poco que ver y nada que disfrutar. Que en definitiva era mejor que nos quedáramos en Yugoslavia. Pero estos argumentos no convencieron a ningún miembro de la expedición.

Ya en «tierra de nadie», ese espacio circundado de vallas y alambradas entre los confines de dos países, entendí que esta era algo más que una ficción jurídica para expresar que ese territorio no tiene dueño, y no era solo parte del pasado. Nos dispusimos a atravesar a pie el centenar de metros que separaba el confín yugoslavo del territorio albanés. El lugar permanecía en penumbra. Avanzábamos lentamente con nuestro equipaje a cuesta. Para darle más emoción al momento habíamos sabido que la frontera yugoslava del Kosovo, unos kilómetros al Este, estaba cerrada por las actividades de la guerrilla albanokosovar y que en los días previos se habría producido alguna escaramuza entre los guardias de ambos lados de la frontera. Pasamos el control de pasaportes en la zona albanesa en una oficina en medio de la nada. La primera sensación que recuerdo después de haber pisado suelo albanés es la de haber entrado en otro mundo. Un mundo que se había detenido en el tiempo 50 años atrás. La madrugada y la humedad en el ambiente mitigaban el calor en aquella noche de un mes de julio del año 1981. Un autocar albanés nos esperaba en este lado de la frontera para llevarnos hasta Durrës.

El viaje, auspiciado por el PCE (m-l), se organizaba bajo la «cobertura» de una sedicente asociación de amistad España-Albania. Las asociaciones de amistad eran un recurso usual para disfrazar actividades de proselitismo o de abierto contenido político de los llamados «partidos hermanos». Esta fraternidad que se pregonaba entre los partidos comunistas era un modo más o menos poético de expresar los lazos de familiaridad política con un régimen en particular (en este caso el albanés) que se proponía como modelo social y el partido en el poder como guía, el Partido del Trabajo de Albania (que era un partido comunista en toda regla, pero con la originalidad de no haber incluido en su nominación tal adjetivo). En este caso el «partido fraterno» era el PCE (m-l), una de las siglas más legendarias en el puzle de acrónimos a que dieron lugar las numerosas escisiones que se produjeron en los años 60/70 en el seno del Partido Comunista de España a raíz de las posiciones «revisionistas» de su dirección y el abanderamiento del «eurocomunismo». La composición del grupo de viajeros era variopinta, hasta donde recuerdo había un periodista portugués, una periodista española, varios jubilados, tres enfermeras viajeras, un ingeniero nuclear dotado de un sano sentido de la ironía, un par de estudiantes, un radioaficionado, un astrofísico, una funcionaria del Ministerio del Interior, unos pocos miembros del PCE (m-l) y algún militante de la ORT, que era otra de las siglas que conformaban entonces el universo de la «extrema izquierda». 

 Fijamos nuestro campo baseen Durrës. Esta ciudad balnearia que se asoma sobre el Adriático estaba dotada de una infraestructura hotelera obsoleta construida en buena parte durante los años de dominación italiana. Contaba con unas magníficas playas de arena rubia desde donde en las noches claras se alcanzaba a divisar el centelleo de luces de la costa italiana. La capital, Tirana, era una ciudad sobria, con poco tráfico rodado y donde predominaban los edificios de arquitectura racionalista, típica de la estética del periodo fascista. 

Después de cenar solíamos ir a un local nocturno, rigurosamente reservado a extranjeros, donde escuchabas música balcánica y podías tomar raki, un aguardiente de origen turco. Fue allí donde conocimos a un grupo de estudiantes de ingeniería argelinos en viaje de estudios. Fieles al principio de autarquía económica por el que había optado el régimen albanés –o al que se había visto abocado– después de la ruptura con la URSS, Yugoslavia y China, los albaneses sostenían con orgullo que su producción petrolera satisfacía sus necesidades energéticas, pero quizá fuera prudente mantener una puerta abierta al mundo para recibir conocimientos técnicos y mano de obra cualificada en el campo de la producción petrolífera. Sobre todo después de la experiencia de la ruptura con China que hizo que la incipiente industria y maquinaria agrícola  quedase paralizada. Y que obligó a un reciclaje acelerado de los ingenieros albaneses para garantizar su funcionamiento. Esto es lo que explicaría, quizá, la apertura hacia países que como Argelia enviaba a grupos de estudiantes en viaje de estudios y visitas de «confraternidad».

Nuestra expedición era de las primeras en visitar la República Popular Socialista de Albania después de que desapareciera de los pasaportes el veto expresado en aquella apostilla que rezaba: «Este pasaporte es válido para viajar a todos los países del mundo, excepto: Corea del Norte, Mongolia Exterior y Albania». Recuerdo que por tal motivo fuimos entrevistados en Radio Tirana que entonces mantenía una emisión en español. Se podría decir que lo nuestro era una especie de «turismo sociopolítico». Te llevaban de excursión de un lado a otro visitando todo aquello que resultara decente de ver. Se trataba, en pocas palabras, de impresionar al personal con los logros de la revolución socialista bajo la guía del omnisciente Partido del Trabajo de Albania. Una de las curiosidades con que nos encontramos fue una iglesia ortodoxa reconvertida en cancha de baloncesto. Lo que daba fe del ateísmo militante que profesaba el régimen; u otros lugares con tan poco atractivo turístico como una clínica dental. También visitamos cooperativas agrícolas, alguna fábrica, guarderías, campos de trabajo voluntario para estudiantes que contribuían al trazado de la red ferroviaria, campamentos de verano  para niños (que era algo parecido a los campamentos de la OJE), una casa de una familia campesina y hasta nos invitaron a la celebración de una boda. Las visitas concluían siempre con nuestros huéspedes entonando una canción pegadiza que no escatimaba en loas y hosannas a «las heroicas hazañas del presidente Enver Hoxha». Figura que parecía dotada del don de la ubicuidad divina y al que se diría se profesase una ferviente devoción. 

            Una de las cosas que más llamó nuestra atención fueron los búnkeres de hormigón que proliferaban por doquier, para albergar nidos de ametralladoras o baterías antiaéreas. Como si se esperara una invasión de un momento a otro. Del presidente Enver Hoxha se decía que vivía obsesionado con que el país fuera víctima de una agresión exterior o de un complot interno. Sus «paranoias» y desencuentros lo llevarón, en el terreno político y diplomático, a romper con la Yugoslavia de Tito en 1948, cuando esta abandonó el Kominform, y a quien acusaba de «agente del imperialismo»; las diferencias con la URSS de Nikita Jrushchov tuvieron inicio en 1956, a raíz de la muerte de Stalin, para finalizar con la ruptura definitiva en 1966 con el abandono del Pacto de Varsovia; y por último con la China de Mao por el malestar que causó en el dirigente albanés el establecimiento de relaciones diplomáticas de la RP China con los EEUU durante el mandato de Nixon. El cierre de fronteras a influencias culturales foráneas fue otra de las medidas adoptadas por el régimen socialista y esto explicaba la ausencia de turismo. En el ámbito interno, el temor a una celadaque derrocara su gobierno hizo que se intensificara la persecución de disidentes al más puro estilo estalinista. Una de las más sorprendentes fue la «desaparición» de Mehmet Shesu, ex brigadista internacional en la guerra civil española, compañero de aventuras de Hoxha desde su juventud que llegó a ocupar varios cargos en el gobierno, incluido el de presidente del Consejo de Ministros. Fue acusado de espía «pluriempleado» al servicio de la URSS, China y Yugoslavia y «ajusticiado» sin juicio previo en 1981. Se hablaba incluso de tiroteos y duelos en las reuniones del comité central del Partido. Para entonces la Albania socialista, más sola que la una, abanderaba su cruzada ideológica contra el «revisionismo», el «imperialismo y el socialimperialismo soviético». De revisionista o desviacionista  era tachada cualquier interpretación que no coincidiera con la línea de pensamiento trazada por el dirigente albanés. El PTA se autoproclamó en único heredero de la ortodoxia marxista-leninista. Por entonces se había prescindido de la coletilla: «pensamiento Mao Tse-Tung», una especie de pedigrí con el que se etiquetaban algunos partidos. Ignoro los entresijos que llevaron realmente a esta República Popular a la cerrazón y la autarquía, pero tengo la impresión de que algo tuvo que ver la atribución de roles económicos, la división de la producción entre los países satélites del bloque del Pacto de Varsovia y las contrapartidas propuestas por la URSS, unido al exceso de celo del dirigente albanés en preservar su independencia. Esta supuesta integridad ideológica de Enver Hoxha alimentó el mito de Albania como el último bastión del socialismo.