Cada uno lleva su cruz

Canarismos.

Publicado en los suplementos de Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife sábado 16 septiembre 2023

El que más y el que menos, en algún momento de su vida, le ha tocado cargar con un pesado fardo que no ha podido compartir con otros ni pedirles que lo ayudasen a arrastrar por él. Esto es —por así decirlo— ley de vida. El fardo y más específicamente, la cruz, son una metáfora de las penalidades y sufrimientos que pueden afligir al ser humano y que debemos soportar solos sin que nadie pueda padecerlas por nosotros. Este decir universal cuenta con distintas versiones tanto en castellano como en otras lenguas de su entorno cultural y su empleo es común en el habla de las islas. En la frase permea el significado del símbolo del cristianismo por excelencia, la cruz, que no por caso ha consolidado con el tiempo el sentido coloquial de ‘peso, carga o trabajo penoso’ («¡Qué cruz!»). La expresión proverbial traslada la imagen iconográfica de Jesús que camina solo hacia el calvario cargando una pesada cruz. La cruz, ya sea como emblema gráfico o como símbolo se ha implantado universalmente, en gran parte, gracias al influjo del cristianismo que lo asocia al sufrimiento y a la redención. Y en la paremia comentada parece tener un valor elemental que la identifica con la pasión y muerte de Cristo (y da el significado por antonomasia de la voz «pasión»). La observación no es baladí si se considera que la pasión de Cristo —en el ideario cristiano— está marcada por un fuerte componente de sufrimiento que experimenta mientras «carga su cruz» y la redención a través de la crucifixión. [De hecho, una de las acepciones de la voz «pasión» es ‘acción de padecer’; como mismo «calvario», otro término afín relacionado con este episodio, se emplea para referirse —coloquialmente— a una ‘sucesión de adversidades y calamidades por las que se puede atravesar en algún momento’]. Pero la soledad de Cristo arrastrando su cruz camino del calvario cuenta con un elemento excepcional del que se hacen eco los textos evangélicos que narran la pasión, esto es, la irrupción de aquel que las escrituras identifican como Simón el Cirineo que ayudó a Jesús a llevar la cruz. Un acto de «compasión» que da significado a esta voz: ‘sentimiento de pena, de ternura y de empatía ante un mal o sufrimiento ajeno’; términos estos: «pasión» y «compasión» que parecen compartir parentela gramatical y etimológica. 

Así, pues, «pasión» evoca en el imaginario la visión arquetípica de Jesús cargando con su pesada cruz camino del calvario. Este padecer en soledad parece tener una excepción en su origen: la mano del compasivo Cirineo que lo ayuda a cargar con su cruz por puro altruismo. Confrontando la narración de origen con la frase «cada uno lleva su cruz», casaría con el soporte semántico del primero de los significados (que se identifica con el sufrimiento de Cristo en soledad). Por el contexto en que se emplea habitualmente y la entonación que se imprime a la expresión, no contempla más posibilidades y, en este sentido, es intercambiable por la frase: «que cada palo aguante su vela» que parece sentenciar que cada cual debe soportar sus propias penas y lidiar con las dificultades que se le presentan sin esperar la ayuda de otro. Pero si bien es verdad que toda regla tiene su excepción (incluso la que afirma que «refrán viejo nunca miente») en la generalidad de los casos, el dicho «cada uno lleva su cruz» se emplea para confirmar lo difícil que resulta librarse de ciertas penalidades que nos afligen, pues en mayor o menor medida, todos pasamos por ellas, lo que parece excluir la intervención piadosa de un cirineo que nos ayude a aliviar el peso.

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De Timanfaya a Sion, el camino iniciático

Cuaderno de viajes

(By Luis Rivero, publicado en el suplemento de Cultura de la Provincia/DLP del sábado 2 septiembre 2023)

Sion, canton Vallais, Switzerland. City view from Mont d’Orge. Tourbillon castle (Château de Tourbillon) and Valere castle (Château de Valère) are in centrum view

Sin dar crédito a las opiniones sesgadas del Wikipedia, acabaría por leerme enterito a Zecharia Sitchin. Después cayó en mis manos algún libro de Mauro Biglino y asistí a algunas de sus conferencias. Pero esto sucedería más tarde. Todo empezó por Italo Cillo, de cuya existencia sabríamos de manera un tanto singular. Estábamos de vacaciones en Lanzarote y durante una de las excursiones al Parque Nacional de Timanfaya, conocimos a Stefano, un italiano afincado en la isla. Stefano se revelaría como una suerte de mensajero que nos indicó el camino, nos proporcionó las coordenadas a seguir, como quien acompaña al no iniciado hasta el umbral de la puerta del templo en el rito de iniciación. Fue como si se abriera ante nosotros una brecha en medio de los volcanes. Nos transmitió una sutil, pero valiosa información. Nos abordó en el pasillo del centro de interpretación como si nos estuviera esperando. Nos habló de una «dualidad» aparente del mundo (por existencia) y de las implicaciones que ello conlleva en la relación entre los individuos y entre estos y los fenómenos externos. Siendo aparente esta «realidad dual», en donde todo se nos presenta como separado, hay que trascender a ella. «¿Qué es el mundo tal como lo conocemos?, es una ilusión. Una ficción construida y alimentada por miles de años de falacias, donde todas las mentiras confluyen y derivan en/de una mentira universal. A lo que yo llamo: ‘la mentira originaria’ que tiene que ver con la ‘lógica escolástica’ que explica desde la cosmovisión y los mitos de origen de la raza humana hasta los mitos fundacionales de las distintas tradiciones. Todos los libros de todos los sistemas académicos tienden a dar una visión tendenciosa o distorsionada de la realidad y de la historia del mundo. Sobre ello, acaso puede arrojar luz la visión trascendente de las cosas y la propia mitohistoria. La valentía –continuo su razonamiento– está en preguntarse por la verdad sin temor a lo que se puede llegar a descubrir con la respuesta. Estas ideas que subyacen en esta visión ‘ilusoria’ del mundo se ha conformado con el tiempo en ideología dominante sobre la que se erige el frontispicio de las estructuras del sistema de poder».

Así fue como, en Lanzarote, comenzó nuestro peregrinar iniciático. Stefano nos habló de un tal Italo Cillo, un estudioso del budismo con una gran preparación filosófica. Italo era uno de los muchos exiliados italianos que huyendo de los saqueos del fisco a los pequeños emprendedores, se había refugiado en Malta. Cillo mantenía una comunicación continua con sus seguidores a través de la red donde colgaba diariamente un podcast sobre argumentos diversos de los que no hablaban otros bloger. Con gran sensibilidad y clareza hacía de ello una práctica dirigida a desvelar los entresijos y embustes que formaban parte del velo del sistema que encubría la otra verdad. Escuchábamos cada tarde el pódcast que publicaba Cillo, que seguía una frenética actividad de investigación para poner al descubierto una versión de la historia jamás contada.

Ya de regreso, continuamos la búsqueda por propia cuenta. Fue aquí donde tuve conocimiento de los trabajos de Mauro Biglino (autor del que, por uno de esos caprichos del destino, años más tarde me convertiría en traductor de su obra al español). Pero todavía me rondaba en la cabeza una idea fija: viajar a Sion. Sentía una extraña fascinación por lo que se ocultaba detrás de aquel nombre.

         Sion no es la última plaza fuerte que ha quedado sobre la Tierra en la que se refugian los rebeldes en la trilogía Matrix,de los hermanos Wachowski. Ni tampoco  es solo el nombre de una de las colinas que se alzan en torno a la vieja ciudad de Jerusalén.En medio de los Alpes suizos, en el valle del Ródano, hay una pequeña ciudad que lleva por nombre Sion.  De esta había oído hablar a un emigrante ecuatoriano que trabajaba en la capital del cantón de Valais, en la Suiza francófona. Lo conocí en un viaje en barco desde Gran Canaria a Huelva. En las largas travesías en navío sucede algo extraño con las personas, tan pronto se muestran abiertas con perfectos desconocidos como dispuestos a contarte sus vidas. Quizás sea la cercanía del mar la que nos predispone y nos une como seres vivos compuestos de alrededor de un 60% de agua, lo que facilita que las relaciones fluyan superando la dualidad, la separación, a fin de cuentas estamos hechos de una misma sustancia. Desde entonces el nombre de Sion me siguió acompañando durante un tiempo. Algo me decía que tenía que ir allí. De manera que un fin de semana, atravesamos los Alpes por el puerto del Simplón (Suiza) y nos fuimos hasta el Valais. Sion es una población a escala humana dominada por un viejo castillo medieval y una iglesia que cual centinelas parecen vigilar el devenir diario de la ciudad que se extiende a sus pies. El viaje a Sion lo recuerdo como si fuera un sueño. Como si todo, el hotel, la recepcionista, la camarera del restaurante, las comidas, las tiendas, las calles, los coches y los transeúntes, todos los elementos materiales que conformaban la realidad cotidiana, fueran irreales. Como si se percibieran a través de una pantalla con la imagen difuminada. Como si nosotros, como observadores, estuviéramos ausentes o asistiéramos a un espectáculo cinematográfico donde los actores, en realidad, no existen, sino que son una proyección de algo.

         El castillo en lo alto de la colina de Sion junto a una iglesia plagada de espíritus se alzaban como una metáfora cuya lectura nos dejaba entrever una «fuerza» dominante apoyada en un doble pilar basado en la coacción, del imperium  o poder terrenal, cuya larga sombra alcanza todo y se cobija en la Iglesia, en la teología que da cobertura ideológica a su imposición. Presentándose como un simbolo de la relación histórica de privilegio entre los «dioses» y la realeza al objeto de perpetuar su poder terreno. Este «sistema» piramidal trasciende a cualquier forma o estructura de gobierno, incluso a las formas «alternativas», puesto que la dualidad es solo aparente y todo es lo mismo. Las estructuras gubernamentales obedecen, con más o menos concesiones, a un mismo interés: el del auténtico poder a la sombra.

         Ya de regreso a casa, se sucedieron las lecturas de Mauro Biglino, las Crónicas de la Tierra de Zecharia Sitchin y otros autores, seguidas de interesantes reflexiones y debates. Desde la perspectiva que da la distancia en el tiempo, el periplo recorrido desde Lanzarote a Sion se presenta como una suerte de iniciación en el conocimiento de una materia que hasta entonces había permanecido celada. Las consecuencias inmediatas fueron el desplome del frontispicio en que se sustentaba el núcleo ideológico y los fundamentos de las creencias se hundieron bajo nuestros pies, pero, afortunadamente, la búsqueda de la verdad sigue siendo como un pack de supervivencia.

El hombre que curaba con plantas

CUADERNO DE VIAJES. Publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia/DLP del sábado 25 agosto 2023.//

“En realidad, las capacidades sensitivas de las plantas y la posibilidad de experimentar «emociones» es algo que ya constató Cleve Backster, un tío tan poco sospechoso de pertenencia a grupos new age o movimientos por el estilo”.

Esta es una historia de seres sensibles. Una historia que habla de plantas. Aunque hay quienes sitúan el reino vegetal en una escala inferior a los reinos animados. Me la contó el viejo Adriano. Adriano era un farmacéutico-herborista jubilado que conocí hace ya unos años durante una estancia en el Piamonte italiano. Se dedicaba en su vejez a la recolección de plantas silvestres de uso medicinal y a su cultivo. La fitoterapia es un saber universal que cuenta con una gran tradición desde la Antigüedad. Se calcula que  de las más de 31.000 especies vegetales inventariadas que tienen un uso documentado, alrededor de 18.000 tienen alguna utilidad medicinal o terapéutica. Adriano era un pozo de sabiduría ancestral, una especie de chamán contemporáneo. Lo conocí por casualidad mientras él trabajaba en el huerto al que le dedicaba los fines de semana. Recuerdo que preparaba esquejes de equináceas para trasplantarlos. Como si me conociera desde siempre, me pidió que le echara una mano a trasladar los esquejes al huerto, un bancal más arriba. Le ayudé a plantar y me pidió que me ocupara de regar el huerto en su ausencia. Después me explicó la utilidad de cada una de las distintas especies plantadas. De ahí nació mi amistad con Adriano. Se entregaba con pasión y de manera altruista a este menester. Mostraba en particular una fe cercana a la exaltación sobre las propiedades terapéuticas de la equinácea. Me sugería a propósito de sembrar por doquier semillas de la flor de la equinácea. Vaticinaba que en un futuro no lejano sería necesario para proteger nuestro organismo «de lo que estaba por venir». Esto lo diría casi diez años antes que se diera a conocer el SARCov-2. De la equinácea se pregonan distintas propiedades. Se dice que es un potente antiviral cuyos principios activos fortalecen el sistema inmunitario, aumentando las defensas y protegiendo las células de las agresiones víricas. Para Adriano la equinácea tenía la vocación de planta sagrada. Y esta faceta de visionario la «ejercitaba» con humildad, pero con convicción.

 Una tarde quedamos en el bar del pueblo para tomar un aperitivo.  Durante esta charla distendida, me contó una historia extraordinaria. Me habló de las estrellas de los Alpes, que «son seres especiales» –así se refirió a ellas– capaces de guardar la memoria colectiva de toda la  especie. La estrella alpina, flor de las nieves o edelweiss, que con todos estos nombres se le conoce, florece en colonias en los prados expuestos al sol durante los meses estivos en torno a los dos mil metros de altitud, en los Alpes. Me contó que de estas plantas, en el pasado, habrían «presenciado» ejecuciones masivas de partisanos a manos del ejército alemán. El norte del Piamonte, en particular las zonas montañosas de los Alpes, fue escenario de la actividad guerrillera partisana durante la guerra de liberación en Italia (1943-1945). Los fusilamientos en masa de los prisioneros era el modus operandis del ejército de ocupación. Las plantas habrían registrado aquel trauma en su «memoria genética», por así decirlo. De manera que cuando  «veían» a alguien de uniforme, ya se tratara de guardias forestales o de cazadores con su indumentaria «paramilitar», las flores rememoraban aquel episodio lejano y manifestaban estrés. Adriano me aseguró de haber sido testigo en una ocasión de cómo las florecillas tremaban muertas de miedo ante la presencia uniformada de unos guardias forestales.

Me conmovió aquella historia. Fue la primera vez que escuché hablar de memoria de las plantas. Y me llamó la atención de tal manera que me interesé por el tema. Después he sabido que árboles y plantas, en general, no solo poseen memoria, sino también algún tipo de inteligencia que consiste, básicamente, en buscar soluciones a problemas que puedan poner en riesgo la supervivencia de la entera especie o de un solo «individuo». Los organismos vegetales poseen, además, su propio sistema de comunicación entre ellos que funciona como una red a través de las raíces o del polen. Los árboles pueden adoptar actitudes solidarias o mutualistas para ayudarse entre ellos, reconocer los lazos de parentesco con otros individuos de su misma especie, en cuyo caso la asistencia puede resultar más evidente, y pueden llegar a adoptar sistemas defensivos ante un ataque de plagas o predadores. En realidad, las capacidades sensitivas de las plantas y la posibilidad de experimentar «emociones» es algo que ya constató Cleve Backster, un tío tan poco sospechoso de pertenencia a grupos new age o movimientos por el estilo. Backster era un funcionario de la CIA que llegó a ser director de uno de sus departamentos durante el periodo de la guerra fría. Especialista en interrogatorios, era –a la sazón– una de las personas que mejor conocía el funcionamiento del polígrafo. Su curiosidad lo llevó a aplicar la máquina de la verdad a las plantas que decoraban su oficina. Los resultado fueron sorprendentes. El polígrafo detectó en las plantas reacciones propias de las personas. Cuando alguien es sometido a un interrogatorio, el polígrafo constata determinadas respuestas fisiológicas que alteran los parámetros normales. Pues bien, las plantas de Backster eran capaces de mostrar estrés, agitación y miedo ante el mero pensamiento o intento de causarles algún mal.

No obstante esta percepción de las plantas puesta en evidencia por los descubrimientos más recientes de la neurobiología vegetal, hay quienes siguen pensando que las plantas son solo plantas, como mismo las piedras no son más que objetos inanimados. Hoy sabemos que tienen memoria, incluso una memoria colectiva.  

El viejo Adriano me había prometido que aquel verano iríamos a la montaña en busca de alguna población perdida de estrella de los Alpes. Me decía que solo en muy raras ocasiones «se dejaban ver», pero cuando descubrías una entera colonia te invadía una alegría inmensa.

Esperé la vuelta de Adriano, pero no volví a saber de él durante un tiempo. Después supe que había sufrido un accidente que le provocó lesiones graves que afectaron a una parte de su cerebro. Lo que lo redujo a un estado –paradojas del destino– cuasi vegetativo.

En aquellos días, antes de mi regreso, se produjo un temporal con fuertes vientos y un tornado que provocó daños y arrasó árboles a lo largo de la ribera del lago. Les hablaré solo del roble centenario  del parque de la biblioteca que con varias ramas amputadas por el viento quedó maltrecho, pero permaneció en pie. Con sus heridas visibles todavía, resistió inhiesto durante algún tiempo. Hasta que un día, un ejército de operarios armados con sierras y sin contemplaciones abatió el viejo quercus. Entonces me acordé de las colonias de estrellas de los Alpes y de lo que me decía el viejo Adriano, del que no he vuelto a saber.

Una italiana en Katmandú

Cuaderno de viajes

Puja de monjes budistas en un monasterio de Katmandú.

En medio del caos cotidiano y del ritmo trepidante de la vida urbana, Katmandú te va cautivando poco a poco hasta llegar a seducirte.

Llegamos a Katmandú a finales de enero de 2008. Varios días antes de la celebración del Losar (Año nuevo tibetano), que aquel año caía un 7 de febrero. De mi estancia en la capital de Nepal recuerdo sobre todo el caos cotidiano de cualquier metrópolis asiática. Katmandú recibió la inmigración masiva de la población de las montañas y valles desde mediados de los años 90 del pasado siglo. Las causas hay que buscarlas, en gran medida, en que muchos campesinos huían a consecuencia de la guerra de guerrillas protagonizada entre los rebeldes maoístas, de una parte, y la policía y el ejército del régimen monárquico, de otra. La guerrilla dirigida por el Partido Comunista de Nepal azotó el país durante la década de 1996 a 2006. Por efecto de este éxodo rural, el valle de Katmandú experimentó el mayor crecimiento demográfico de su historia y la trama urbana y el número de viviendas crecieron exponencialmente desde el centro hacia la periferia, sin orden ni concierto.

Lo primero que sorprende al viajero al llegar a Katmandú son sus calles polvorientas y un caótico tráfico rodado: un ejército de taxis, pequeños utilitarios de fabricación india, y motocicletas que sortean hábilmente a cientos de peatones. Convirtiendo una carrera en taxi en una aventura de la que, si sales ileso, es por puro milagro y donde no suelen atropellar a casi nadie porque los dioses son grandes.

La gente deambula por las calles con mascarillas terapéuticas para protegerse de la polución, pero sobre todo para no respirar la nube de polvo en suspensión que envuelve la ciudad desde primeras horas de la mañana y crece a medida que despabila el día con el rugir de los motores. La bocina de los coches es un artilugio que se inventó para hacerla sonar, y se diría que los nepalíes se divierten tocando el claxon por cualquier motivo.

         Aunque la prensa occidental no le dedicó demasiado espacio, la situación social en aquellos años era bastante turbulenta. Con la mayor parte de las zonas rurales controladas por la guerrilla, en 2004 los rebeldes iniciaron el bloqueo de los acceso a la capital para forzar la caída del régimen. Cosa que ocurriría a finales de 2007, tras la firma de los acuerdos de paz. Pero desde entonces las protestas violentas se trasladaron a las calles, mientras los insurgentes se preparaban para el asalto al poder. Lo que se produjo meses después tras la proclamación de la República Federal Democrática y la victoria del Partido Comunista de Nepal (de tendencia maoísta) en las elecciones  a la Asamblea Constituyente de abril de 2008. En los meses previos, las convocatorias de huelgas y ocupaciones de fábricas y talleres estaban a la orden del día. No era infrecuente que se interrumpiera el suministro en los surtidores de gasolina por agotamiento de los depósitos de combustible y las dificultades en el abastecimiento exterior.  Para arrojar más leña al fuego, los ecos de las revueltas en Tíbet de marzo de 2008 por las represalias del gobierno chino a las celebraciones del año nuevo no se hicieron esperar en la capital nepalí. Grupos de monjes tibetanos al grito de Free Tibet se manifestaban por las tardes ante la estupa de Boudhanath, mientras la policía nepalí se empleaba a fondo para apaciguar los ánimos.

 Una de las últimas imágenes que recuerdo cuando abandonaba la ciudad en marzo de 2008 para dirigirme al norte del país, fueron los disturbios provocados por los rebeldes maoístas y las calles cortadas por barricadas en llamas que teníamos que esquivar.

En medio de todo este universo convulso, cientos de monasterios budistas tibetanos esparcen al aire sus plegarias a cualquier hora del día. Como los banderines de colores que flamean al viento desde las centenares de estupas diseminadas por el valle. Si Roma es la capital occidental que concentra más iglesias en todo el mundo, Katmandú es seguramente una de las capitales asiáticas que cuenta con un mayor número de monasterios budista tibetanos.

Pero este ritmo trepidante de la vida urbana, con el tiempo, te va cautivando y hasta termina por seducirte. Encuentras una extraña fascinación en deambular por calles pestilentes en las que el sonido más característico, aparte de las bocinas de los coches, es el carraspear de un nativo que esputa sin escrúpulos en plena vía pública. Pitas, coches, gente y más coches y motocicletas que rugen y suenan sin descanso. Pero Katmandú tiene algo…Quizás ese embrujo seductor incomprensible es lo que hace que esta ciudad de más de un millón y medio de habitantes sea parada obligatoria de las expediciones a los Himalaya y destino espiritual de millones de peregrinos de todo el mundo. El valle de Katmandú está atestado de monumentos y lugares sagrados. Fue este el punto de partida de este viaje por distintos lugares de Asia ligados a la tradición budista. Sin embargo, uno de los momentos más sugerentes de aquel viaje y de la permanencia en Katmandú fue cuando conocimos a Susi, una italiana afincada en Nepal desde hacía años. La historia de Susi me impresionó. Era una mujer emprendedora que había abierto una de las primeras pizzerías en la capital nepalí. Después, viendo la oportunidad de mercado que se le ofrecía con el proliferar de los cafés y restaurantes italianos, consiguió la representación de una conocida marca de máquinas de café para bar que importaba de Italia. Pero lo más sorprendente fue saber que Susi  era propietaria de un laboratorio de fabricación de productos de medicina ayurvédica. La medicina ayurvédica es una tradición muy antigua que nace en India, donde cuenta con gran arraigo al igual que en buena parte del continente asiático. Lo más curioso es que guarda una estrecha relación con la tradición filosófica y espiritual védica. El laboratorio se encontraba en el valle de Katmandú, en las afueras en la ciudad, pero que, de facto, el crecimiento urbano sin solución de continuidad la convertía en periferia de la capital. Más que un laboratorio farmacéutico, poseía la atmósfera misteriosa de un laboratorio alquímico. Se dice que la alquimia contó antiguamente con cierta tradición en India, influencia a la que el ayurveda se mostró permeable. En esta suerte de laboratorio alquímico/ayurvédico, cada producto era elaborado de manera artesanal, trasmutando la materia prima natural en medicina para el cuerpo y para el alma. Recuerdo un hornillo de atanor encendido, una sala llena de alambiques y vasos mezcladores en donde se procesaba la mágica elaboración de los productos y unos anaqueles donde almacenaban botes de ungüentos y aceites milagrosos. Cuando visitamos el laboratorio, Susi nos contó la historia de cómo el destino le había reservado aquel rol que nunca se habría imaginado.  Susi conoció al propietario y fundador del laboratorio que en las postrimerías de su vida se encontró sin descendencia y sin la persona adecuada a la que encomendar la continuidad de su obra. Por un cúmulo de casualidades, cuyos detalles ahora no recuerdo, recibió de este anciano, como un regalo del cielo –decía– una serie de pergaminos antiguos que contenían las fórmulas tradicionales de la medicina ayurvédica. Estas fórmulas, guardadas con el sigilo del celo en su custodia,  se transmitían de generación en generación y Susi había recibido aquel legado con el compromiso de que el laboratorio continuase su andadura. De manera que asumió el personal especializado y continuaría su labor.

Después de fallecido el anciano, sucedió algo extraño y de difícil explicación. Una noche cuando regresaba a su casa en Katmandú se dispuso a aparcar el coche delante de la entrada, cuando de repente observó un bulto en el suelo. Le pareció extraño y sin saber de qué se trataba, se acercó con cautela. Era algo envuelto en una manta. Temerosa, avanzó lentamente. Se llevó un susto de muerte cuando vio que algo se movía en su interior. Se trataba de un recién nacido que habían abandonado a la puerta de su casa.

Después haría las averiguaciones oportunas entre los vecinos para saber de qué familia procedía. Se trataba de una familia numerosa en la que el salario del padre resultaba insuficiente para satisfacer las muchas necesidades que atender, y menos aún para hacerse cargo de otra boca más que alimentar. Era el modo de elegir una madrina pudiente para el recién nacido.  Susi no tenía hijos, de modo que aquel hecho casual (?) la convirtió en una especie de mamá-madrina. El pequeño regresó con su familia para ser criado, pero ahora con la ayuda de Susi que se encargaría de su patrocinio para que pudiera salir adelante y estudiar. Cuando conocí al pequeño Rajesh, tenía ya 10 años, era muy aplicado en la escuela y me dijo que le gustaría estudiar Medicina. Susi estaba convencida –me decía– que aquella criatura que había encontrado abandonada, en medio de la noche, a la puerta de su casa, era un bramino, un ser de la antigua casta sacerdotal (brahamanes) que se habría reencarnado. Me confesó que siempre había tenido la sospecha, si no la neta sensación, de que el niño mantenía algún tipo de conexión kármica con el anciano «farmacéutico», quien lo habría enviado como protector y garante que asegurase la continuidad de su obra.

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Tener más perras que Rochil 

Publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife de 17 diciembre 2022. Luis Rivero

«Perra» es el nombre popular de una antigua moneda española, «perras chicas» y «perras gordas», equivalentes a 5 y 10 céntimos de peseta, respectivamente. Estas piezas acuñadas en cobre se desmonetizaron en 1941, siendo sustituidas por nuevas monedas de 10 céntimos de pesetas acuñadas en aluminio y que popularmente siguieron denominándose «perras». Las perras, víctimas de la inflación, se dejaron de acuñar y desaparecieron de la circulación mucho antes de que lo hiciera la peseta, que permaneció como moneda soberana hasta principios del presente siglo. La voz «perras» va camino de convertirse en una antigualla lingüística (como antaño sucedió con los «cuartos» y con los «reales»). El término, no obstante, sobrevive en multitud de expresiones populares y en algunos dichos. Así, la locución «tener perras» se ha conservado como sinónimo de ‘tener dinero’ o ‘tener mucho dinero’, incluso puede significar ‘ser rico’. [En su Contribución al lexico de Gran Canaria, Guerra documenta como locución equivalente a esta y más propia del español de Canarias, «estar en perras»]. Expresiones afines que se pueden escuchar todavía son: «valer cuatro perras» que en sentido relativo se emplea para referirse a algo de poco valor; o «vender (algo) por tres perras», para estimar el bajo precio en una venta de ocasión o forzada por la necesidad imperiosa de liquidez (puede ser sinónimo de malvender); «costar unas cuantas perras»,  tiene un sentido cuantitativo indeterminado pero netamente superior a «tres perras»; «tener muchas perras» para referirse a alguien muy rico; «sacarle las perras a alguien» quiere decir hacerle perder su dinero, normalmente valiéndose de artimañas; «no tener perras» que se emplea como sinónimo de no tener dinero; «quedarse sin perras» puede tener una intención absoluta de quedarse sin dinero o de efectos más limitados para referirse a quien se queda sin dinero momentáneamente; «ganarse unas perrillas» es obtener un ingreso extra, a veces inesperado, fruto de algún negocio o un trabajo ocasional («ganarse un dinerillo»); o «hacer perras»: ganar dinero. 

El término «Rochil» o «Rochín» alude, con este particular modo de pronunciación popular, al apellido de la familia «Rothschild». La historia de esta familia comienza en 1760, cuando Mayer Amschel Rothschild, hijo de un orfebre alemán de origen judío que «para ganarse unas perrillas» complementaba su oficio con el de cambista en el gueto de Fráncfort, desde muy joven decidió hacer de esta afición de su padre un negocio en toda regla y construir un emporio.   Se convierte así en el fundador de la dinastía Rothschild que a la postre llegará a ser una de las familias más ricas y poderosas del planeta. Se dice que el patriarca de la familia, Mayer Amschel Rothschild, educó e instruyó a sus cinco hijos varones en el funcionamiento del sistema monetario y con ello, en el «arte de hacer dinero». Encomendó a cada uno de sus vástagos asentarse en distintas capitales europeas donde se instalan como banqueros y ponen en marcha diversas actividades mercantiles e industriales.  

Y como ya se sabe que «a mar revuelta, ganancia de pescadores», la guerra de la Independencia ofreció la oportunidad a la casa Rothschild de penetrar en España. Si inicialmente lo hizo al servicio de la corona británica, como financiador de la campaña de guerra contra los ejércitos de Napoleón, es en 1835 cuando los Rothschild se instalan definitivamente en España. A partir de aquí, ganan especial protagonismo en el mundo de las finanzas, obtienen el monopolio de la comercialización del mercurio de Almadén y consolidan su posición financiera en Madrid. Posteriormente los negocios se extienden al emergente sector de los ferrocarriles. En tanto, continuaron su actividad como prestamistas del Banco de España y del Tesoro. Le siguen nuevas inversiones en la minería y en las refinerías de petróleo y así la casa Rothschild continuó incrementando su fortuna y fortaleciendo su presencia en España durante el siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX. En este contexto es probablemente donde nace o se inspira esta expresión popular.   [Testimonio de esta época puede ser el recurso de Galdós a llamar a uno de sus personajes, en Fortunata y Jacinta, con el apodo de baronesa Rothschild. «Mi querida tía, ‘alias’ la baronesa de Rothschild, no tendrá más remedio que hincar la jeta y darme lo que necesito»]. Con tales antecedentes se entenderá mejor el sentido de la expresión: «Tener más perras que Rochil». Se articula como frase comparativa que funciona como superlativo (muy rico, riquísimo) y que se puede emplear con donaire o de manera más o menos irónica para expresar exageradamente que alguien tiene mucho dinero o es muy rico. Está despojado de escarnio y más bien puede entonarse con neutralidad o con callada admiración. En este sentido, una expresión afín es «darse más gusto que Rochín» (Rothschild) que se empleapara expresar hiperbólicamente el deleite que se siente al realizar algo o, de manera más genérica, disfrutar de la vida y sus placeres.

El que está harto, no se acuerda del que tiene hambre 

Publicado en el suplemento de Cultura de La Provicia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 3 dic. 2022. Luis Rivero

De entre los tres componentes del llamado cerebro «trino», esto es, el complejo reptiliano, el cerebro límbico y el neocórtex, parece atribuirse al cerebro reptiliano, como parte más arcaica del cerebro humano, la responsabilidad de mantener con vida al individuo. Digamos que el sistema reptiliano, como garante de las funciones vitales, tiene como tarea principal la de activar los mecanismos de control de músculos y las funciones fisiológicas autónomas como la respiración, el latido del corazón o la digestión. En cierto modo, puede considerarse responsable del «sistema de defensa» encargado de mantenernos con vida que se activa cuando el sujeto percibe una sensación de miedo o peligro, una reacción primaria e instintual como si estuviera «programado» única y exclusivamente para desempeñar tal función. Es responsable de reacciones como la huida o adoptar una actitud defensiva ante un ataque externo que nos pone en peligro, pero también de la respiración automática sin necesidad de que pensemos en ello o de comer cuando estamos hambrientos. No se trata de un «cerebro» racional ni emotivo, sino instintivo y automático que «se activa» cuando nos sobrecoge alguna situación de peligro, temor o necesidad vital. En tal sentido, la satisfacción de necesidades primarias como respirar, beber, comer o dormir son aspectos esenciales para la vida y su insatisfacción podría llegar a provocar la muerte. En estos automatismos es donde el cerebro reptiliano adquiere protagonismo. Pero una vez puesta en marcha la concatenación de reacciones neuronales y fisiológicas que llevan a colmar la necesidad de nutrimento, el sujeto vuelve a un estado de relajación en el que no parece importarle ya la ingestión de alimentos. En este sentido, podríamos decir que el instinto de supervivencia en el ser humano es egocéntrico en cuanto se ocupa en primer lugar –si no exclusivamente– de sí mismo. Por lo que una vez colmada la necesidad de ingerir alimentos, no existen más motivos de preocupación. Y esto es lo que puede explicar el sentido literal del dicho «el que está harto, no se acuerda del que tiene hambre». Cuando hablamos de satisfacción del apetito o del hambre se dice «hartera» o «hartarse», esto es, quedar satisfecho, saciado, lleno, aboyado. [En el español de Canarias la h muda se pronuncia frecuentemente como h aspirada o como j, de modo tal que escuchamos a menudo: «estoy jarto» o «¡qué jartera!», pronunciado con especial énfasis, imprimiendo un golpe de voz en la primera sílaba. Así resulta, por ejemplo, en la locución «estar jarto como un/una chinche», comparativa que se emplea a menudo para expresar exageradamente que se está lleno o harto de tanto comer]. 

«El que está harto, no se acuerda del que tiene hambre» viene a expresar en sentido literal que el que está satisfecho (porque ha comido hasta la saciedad) «no se acuerda», esto es, no le importa ni le interesa la situación «del que tiene hambre», porque esta es una necesidad individual que afecta solo al que la padece y a nadie más. Esta es la interpretación que en un contexto determinado puede observar el significado en su literalidad. [Viene aquí a colación aquel otro dicho afín que dice: «que cada palo aguante su vela» o «que cada santo aguante su vela» para expresar igualmente que cada cual debe pechar con sus obligaciones y soportar las vicisitudes que le depare su propia suerte o destino].  

 En sentido amplio puede referirse a quien se encuentra bien, ya sea físicamente o con sus necesidades satisfechas (en zona de confort), no se suele acordar ni preocupar de quien no está tan bien. Es decir, no suele mostrar empatía ni solidaridad por quien no corre su misma suerte. En este sentido puede considerase una aplicación singular de otras expresiones afines como: «el gallo no se acuerda de cuando fue pollo» o «el cura no se acuerda cuando fue monigote/sacristán» que se emplea también de manera genérica para expresar que solemos olvidar fácilmente nuestra condición en el pasado, sobre todo cuando la situación anterior era peor que la presente. 

Venga el dinero, aunque sea del letrinero

Publicado en los suplementos de Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 26 nov. 2022. Luis Rivero

Este registro que podemos escuchar en las islas es sinónimo de la expresión castellana «el dinero no tiene olor» que a su vez es una traslación literal del proverbio latino pecunia non olet, frase célebre que se atribuye al emperador Vespasiano. Viene traducida como «el dinero no huele/no apesta», y puede tener alguno de estos significados para referirse a que no debe ponerse reparo en cuanto a la procedencia del dinero, pues este tiene el mismo valor con independencia de cómo y de quién se haya obtenido. Otra versión del mismo dicho en castellano es la documentada por Correas: «el dinero es caballero»; o expresiones afines como: «el dinero bien huele, salga de donde saliere» o «¡tenga, tenga, venga de donde venga!». Todas ellas se sitúan como antagonismos ideológicos o antítesis literal de aquellas sentencias que hacen de la pobreza una virtud y de la riqueza un «pecado», hasta atribuir al dinero una influencia perversa sobre las personas, como se infiere de la expresión: «el dinero hace malo lo bueno» o la muy «nuestra» «gente rica, gente (d)el diablo». Esta estigmatización del dinero que intenta crear un sentimiento de culpa en quien es afortunado en la vida y goza de una holgada posición económica y, en cierto modo, criminaliza la riqueza, trae reminiscencias del cristianismo. Y ello se aprecia en diversas parábolas y proverbios de los libros que conforman el Nuevo Testamento en los que se tiende a identificar la riqueza como una condición ligada a la imperfección y al mal. Por todas, recuérdese la parábola del camello y el ojo de la aguja («[…] es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos»; Mateo 19). De lo que parecen evidentes los efectos del adoctrinamiento que se han dejado sentir a lo largo de siglos de monoteísmo. Pero esta visión ha contado también con sus detractores entre el vulgo que a través de la fraseología popular busca liberarse de este estigma «maligno» y hasta situarse, a veces, en el lado opuesto de esta visión. De lo que dan fe algunos dichos que con cierto desparpajo manifiestan indiferencia, cuando no complicidad, con la dudosa procedencia del dinero como aquel viejo refrán que dice: «Vengan los cuartos del velorio, cásese el diablo con el demonio» (que pone en evidencia la hipocresía de las contravenciones de la propia iglesia respecto al dinero), o el propio dicho comentado: «Venga el dinero, aunque sea del letrinero».  Estos pueden parecer que flanquean los linderos de la decencia o incluso de los que invocan la neutralidad de este bien fiduciario que es la moneda como valor de cambio y cuyo sentido aséptico se delata en el latinismo pecunia non olet.  

En la frase proverbial «venga el dinero, aunque sea del letrinero», el imperativo «venga» quiere decir «que entre el dinero», «bienvenido sea». El «letrinero» hace referencia al antiguo oficio de «pocero», que era quien se encargaba de limpiar las letrinas y pozos negros de residuos fecales. El de letrinero era un oficio repudiado por inmundo que aparece en las ciudades ante la inexistencia de una red de saneamiento urbano, lo que supuso un adelanto si se considera que en época anterior las aguas fecales se arrojaban a la vía pública. Se trataba de un oficio duro y penoso, hasta el punto de que los letrineros eran segregados socialmente. Por el contrario, eran bien remunerados, lo que suponía que en algunos casos llegaban a enriquecerse. En esta época se inspira este dicho que viene a poner en contradicción el repelús por quienes desempeñan este desagradable oficio, pero que no desprecian ni hacen ascos a «sus dineros» y lo aceptan de buena gana, pues ya se sabe que, «venga de donde venga», «el dinero no apesta».  

El que fue al barranco, perdió su banco

Publicado en el suplemento de cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 19 nov. 2022. Luis Rivero

En una geografía de peculiares características como la insular, en particular Gran Canaria, como paradigma de orografía accidentada, «el barranco» es una singularidad local con identidad propia que no necesita un topónimo específico. En efecto, cada pueblo de la isla cuenta, al menos, con un barranco principal que forma parte de las propias señas identitarias de la localidad. De hecho, los cauces de los barrancos suelen ser «frontera» natural entre las demarcaciones de los términos municipales. Antaño y todavía hoy, el barranco tenía y tiene un especial protagonismo en el mundo rural. Haciéndose eco de la importancia que se le atribuye, se expresa un dicho isleño que dice: «barranquillos hacen barrancos» (para significar que poquito a poco se hace mucho). En el imaginario insular, el barranco viene asociado al cauce de aguas de corrientes discontinuas durante la estación de lluvias que, con suerte, alcanza a anegar algún que otro «natero» y alcogida o, con la fuerza de la madre de agua, llega a limpiar el cauce de trastos o arretrancos que tira la gente. El barranco es también lugar de paso y donde pace el ganado, donde se localizan nacientes y arroyos que discurren libres o canalizados en acequias; o donde se perforaban galerías en sus laderas para alumbrar aguas. Para muchos el barranco fue el lugar de juegos de la infancia, para otros evoca un tiempo pasado en el que barrancos y laderas eran terrenos propicios para actividades que gozaron de una importancia fundamental en la economía isleña, como lo fue la recogida de la cochinilla. Probablemente es en aquella época no lejana en el tiempo donde se sitúa el origen de este dicho o modismo que funciona como frase aforística. Se trata seguramente de la versión local del refrán castellano «el que fue a Sevilla, perdió su silla», que cuenta con diversas variantes tanto en España como en América y se emplea con idéntico fundamento. Pero más allá de los probables orígenes o antecedentes que se atribuyen a la versión castellana más conocida y de si de esta derivan las expresiones afines que se escuchan tanto en el español de América, de España o de Canarias, lo que sí parece claro es que su ámbito universal es más que evidente por la presencia de paremias similares en diversas lenguas del entorno cultural e idiomático del español. [V.gr., en italiano: Chi va a Roma, perde la poltrona («quien va a Roma, pierde la poltrona»); en francés: Qui va à la chasse, perde sa place («Quien va a la caza, pierde su sitio/plaza»); o en portugués: Quem vai ao mar perde o lugar («Quien va a la mar pierde el sitio»)].

La voz «barranco», en su literalidad, se refiere a un lugar físico bien definido y de ubicación local, pero relativamente distante del escenario en que se invoca por el hablante (a diferencia de «Sevilla» como lugar geográfico lejano que le confiere un uso más general). En sentido figurado expresa cualquier lugar o motivo que justifique nuestra ausencia temporal. El «banco» es el puesto que cada cual ocupa, ya sea en la escuela o en cualquier lugar de recreo o esparcimiento. Como mobiliario que sirve para sentarse representa figuradamente el acomodo con vocación de permanencia. La combinación de los términos  «barranco/banco» parece obedecer a la búsqueda de una rima consonante pegadiza y con sonoridad (al igual que «Sevilla/silla»)  con criterio nemotécnico que facilite su implantación/recepción entre hablantes. En un sentido recto se suele emplear por los chiquillos, cuando alguien ocupa el asiento de otro que se ausenta por cualquier necesidad pasajera con intención de retornar en breve a su puesto. Y cuando regresa ve que su asiento ha sido ocupado por otro, que «repollinado» y sin intención de levantarse, larga: «¡Ah, amigo!, el que fue al barranco, perdió su banco». Este sentido casi instintual de «posesión territorial» que manifiestan tanto humanos como animales, en ocasiones se ve acentuado entre los más pequeños, hasta el punto de llegar a ser fuente de conflictos. En un sentido amplio se puede escuchar cuando durante la ausencia más o menos dilatada en el tiempo de quien ocupa un puesto o posición envidiada, alguien, aprovechando la oportunidad,  priva de su posición/posesión de privilegio al ausente. Por ejemplo, la inasistencia prolongada al trabajo de alguien que cuando regresa se encuentra con la sorpresa de que su puesto ha sido ocupado por otro. Entonces se suele decir: «El que fue al barranco, perdió su banco».

¡Eso no se paga con dinero! 

Luis Rivero, publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia sábado 5 noviembre 2022.

Cada decisión que tomamos o cada obligación que asumimos en la vida tiene un coste o unas consecuencias, por ello se dice que «todo tiene un precio». Incluso hay quienes van más lejos y afirman que «cada cual tiene su precio». Se recurre a esta expresión cuando se pone en entredicho la integridad de la generalidad de las personas insinuando con ello que el dinero puede mover voluntades. A fin de cuentas y según esta creencia, «todos» pueden ser «sobornables», «comercializables». Sin embargo, aún cuando la historia del mundo, del poder y de la riqueza estén íntimamente ligadas al «dios dinero», no todo se puede comprar o pagar con este, aunque sean pocas las cosas que queden excluidas del «tráfico mercantil». Y esto se aprecia si consideramos algunos aspectos culturales de la tradición judeocristiana en relación con el dinero.                                                          Fue a partir del año 622 a.C., con la reforma de los cánones de la tradición hebraica llevada a cabo por Josías, rey de Judea, cuando se sustituyeron los sacrificios humanos (como se relata en Éxodo 22, 28-29 y Ezequiel 20, 24-26) por oblaciones de corderos. Con el tiempo, esta obligación de ofrecer holocaustos «al Señor» viene mitigada y sustituida por una suma «dineraria». Parecía mucho más «civilizado» y acorde con aquellos tiempos, además de resultar más atractivo económicamente, la recaudación de dinero en lugar de derramar la sangre de los sacrificios. Este momento histórico resulta de especial trascendencia para las sociedades de matriz judeocristiana, pues supone el paso del homicidio al pago de una cantidad «pecuniaria», es decir, el inmolar algunas pécoras a cambio de una vida humana. Una asociación subliminal entre sangre y dinero que ha pesado como una losa en el inconsciente colectivo y que ha dejado su impronta en el lenguaje [así, por ejemplo, se emplea comúnmente el verbo «desangrarse» para hacer referencia a la situación en que se encuentra alguien que ha contraído una deuda considerable y que tiene dificultades para hacer frente al pago, mientras los intereses continúan acumulándose y aumentando el monto del débito. Rememorando aquella identificación entre el dinero y la sangre]. Otra voz marcada por aquel momento histórico es el término «pecuniario» (o pecunio) que hace referencia al ‘dinero’, ‘moneda’ (del latín pecus-oris que significa ‘ganado’). En castellano «pécora» es también sinónimo de cabeza de ganado ovino, las mismas cabezas de ganado que antiguamente indicaban la riqueza de alguien. Y otra coincidencia significativa: las dos primeras veces en que se hace referencia al dinero en la Biblia, primero a los 400 siclos de plata que Abraham pagó por el terreno en que sepultó a su esposa; la segunda, se refiere a los 1.100 siclos de plata que recibió Dalila por la celada que le tendió a Sansón y que a la postre acabaría con su vida; en ambos casos existe una extraña asociación entre dinero y muerte. Pero no siempre se han pagado las deudas con dinero. En las civilizaciones de la Antigüedad, desde Mesopotamia a Roma, hubo un tiempo en que el impago de una deuda contraída podía convertir al deudor en esclavo del acreedor. Lo que era un modo de pagar las deudas con la propia libertad. También la posibilidad de pagar dones «espirituales» con dinero tiene antecedentes bíblicos, como lo son las «primicias» de la tierra que se entregaban a los sacerdotes del templo, o lo que fue más tarde el «diezmo». Lo mismo ocurre con la compensación de otros beneficios como la indulgencia, que los fieles más pudientes obtenían a cambio de dinero. Pero si hasta la absolución de las faltas cometidas se puede comprar con dinero, existen otros aspectos de la vida terrena que, no obstante ser «preciosos» (‘de mucho valor’ o ‘elevado coste’), no pueden ser pagados ni con todo el dinero del mundo. 

         La expresión «eso no se paga con dinero» se emplea para referirse a algo, casi siempre inmaterial, que se recibe como favor o gracia de alguien o del propio destino y que por su alto valor y provecho hace muy difícil o imposible compensarlo económicamente. Se dice, pues, que ese algo no se paga con dinero porque «no tiene precio», para subrayar la elevadísima condición y estima del don recibido. Y aquí entra la valoración subjetiva de cada cual, pero seguramente solo pueden incluirse un sucinto elenco de pequeñas grandes cosas que nos llenan el corazón de aquello que a veces no se ve, pero se percibe de alguna manera y nos hace sentir gozosos, agradecidos y satisfechos. 

Cuaderno de viajes: Casablanca, la búsqueda de los orígenes

Un viaje a Casablanca en busca del origen bereber y judío es como un espejo del viaje al inconsciente para desvelar la propia identidad

Luis Rivero, publicado en suplemento de Cultura de La Provincia/DLP sábado 22 octubre 2022.

Roberto tuvo una infancia difícil. Siendo muy pequeño lo separaron de su madre, unos años más tarde quedó huérfano de padre y fue maltratado por su madrastra. De joven, su vida no fue menos azarosa. Nació en Casablanca porque su padre, en los años de posguerra, por razones poco claras, había abandonado las islas para trasladarse a Marruecos, entonces bajo el protectorado francés. Si bien creemos que los motivos no fueron otros que el temor a algún tipo represalia por parte de las autoridades españolas por sus simpatías con el bando republicano durante la guerra civil. El año de nacimiento debió de ser el 1956, aunque no existe cereza por las razones que veremos. Su padre contraería matrimonio en primeras nupcias con una mujer bereber y judía. De este matrimonio nacieron dos hijos gemelos, Roberto y su hermana, cuyo nombre desconocemos. Por razones que ignoramos, pero que podemos intuir, las cosas no fueron bien en el matrimonio. Debió desatarse un conflicto latente cuando el padre de Roberto decidió regresar a Canarias a finales de los 50. Las divergencias surgieron por quién se quedaría con la custodia de los dos hijos. La separación no debió de ser fácil, la madre no quería separarse de sus hijos, mientras que el padre quería llevarse consigo al varón. La madre había decidido emigrar a Israel con sus dos hijos. En aquellos años, el estado de Israel promovía una campaña de «repatriación» de los judíos de la «diáspora» marroquí. La condición judía de la madre y, por ende, la de sus hijos, suponía que podrían obtener la nacionalidad israelí, lo que les otorgaría una serie de beneficios por la condición de nuevos ciudadanos del estado de Israel. De aquellos primeros años de vida, Roberto no se acuerda de nada. Como si hubiera cancelado la memoria a consecuencia de una amnesia traumática. Tan solo le perseguía el recuerdo de una violenta discusión entre su padre y una mujer, que con los años identificaría como su madre. Peleaban en la escalera, a la puerta de la casa, por quedarse con el pequeño Roberto. Su madre lo tenía en brazos, mientras su padre pugnaba para arrebatárselo. En medio del forcejeo, el niño salió rodando escaleras abajo. Acabaría en un hospital, donde permaneció «durante mucho tiempo», según le decía su padre, sin que exactamente sepamos cuánto. El padre nunca quiso hablarle de lo ocurrido ni de su pasado. Con este episodio que cambiaría su vida comenzó el calvario de Roberto en busca de su verdadera identidad. Durante el periodo de convalecencia en el hospital, su padre había contraído matrimonio en segundas nupcias. Para poder regresar a Canarias con su hijo, se las ingenió para darle el apellido de la madrastra. En la «reconstrucción de los hechos» llegaríamos a la conclusión de que era bastante improbable que tanto Roberto como su hermanita gemela no fuesen inscritos a su debido tiempo en el registro civil de Casablanca como hijos legítimos del primer matrimonio. De lo contrario, la madre no habría podido quedarse con la niña ni emigrar a Israel. Por tanto, la artimaña a la que debió recurrir el padre fue la de una nueva inscripción de nacimiento en el registro civil, esta vez fuera de plazo y con un apellido diferente, como si fuera hijo de su segunda mujer. Y habiendo transcurrido al menos un par de años, de la primera inscripción a la segunda, pasaría desapercibido. 

Esta hipótesis, por así decirlo, surgió años después de conocer a Roberto (que obviamente no se llama así) y era entonces trabajador portuario. En un momento de su vida en el que sintió la necesidad de desvelar este enigma de su pasado. Cuando me lo contó, mientras nos echábamosun café en la terraza de un bar, me conmovió su historia y decidí ayudarlo a encontrar a su verdadera madre –si es que estaba viva– y a su hermana gemela que, por lo que sabíamos, habían emigrado a Israel siendo él muy pequeño. Lo primero que se me ocurrió fue que se sometiera a una «regresión» a través de una hipnosis inducida que le permitiera acceder a memorias depositadas a niveles subconscientes. Estuvimos un fin de semana en Barcelona donde yo conocía a una señora francesa, la doctora Florence, experta en tales menesteres. Roberto, entusiasmado con lo que le había contado, no dudó en ponerse en sus manos y afrontar la experiencia regresiva que, para entendernos, es una especie de inmersión en el pasado no recordado a nivel consciente (incluso se puede llegar a vidas precedentes), casi siempre con un objetivo terapéutico al «revivir» ciertos episodios pretéritos y «desconocidos». La imagen de la escalera, la mujer que gritaba desesperada (su madre) porque un hombre (su padre) intentaba arrebatarle a su hijo, se repetía. El estado de hipnosis al que lo trasladaba la doctora Florence terminaba siempre con la «vivencia» de salir rodando escaleras abajo, una sensación de dolor físico y un profundo shock. Después entraba en un estado de quietud similar al sueño que la doctora asociaba a un coma profundo en la que las visiones del astral–decía– se entremezclaban con las de su permanencia en el hospital, que eran memorias borrosas y confusas. Pero que no aportaban nuevos elementos a la investigación, más allá de confirmar, acaso, las deducciones a las que habíamos llegado con anterioridad y el presupuesto de partida. Aunque las varias sesiones regresivas a las que se sometió enriquecieron el escenario del tiempo anterior al incidente de la escalera. Llegó incluso a «revivir» la ceremonia de circuncisión que, según la tradición, se lleva acabo en el octavo día desde nacimiento, dato este que Roberto desconocía. Este «recuerdo» despejó cualquier duda de que aquello pudiera ser pura sugestión. Apareció nítida también la visión de una cocina en la que su madre preparaba la cena para él y su hermanita. Tendrían de 2 o 3 años, por lo que debía de ser a finales de los años cincuenta. Vivían en la segunda planta de un edificio de estilo colonial en el barrio judío de Casablanca. Al apartamento se accedía a través de una empinada escalera que a la postre se reveló una trampa (¿o acaso un milagro?) para propiciar el olvido. Un dato curioso que vendría a avalar la tesis de la edad de Roberto, entre 2 y 5 años cuando sucedieron los hechos, es que durante la sesión, a las preguntas de la doctora Florence, Roberto hablaba en francés, que era la lengua que, vagamente, recuerda de su infancia y que de adulto olvidó totalmente.

Ya en la isla, fuimos al consulado de Marruecos a ver si podíamos obtener una partida de nacimiento donde figurara el nombre de su madre. Roberto le contó su historia a un funcionario que le escuchó de muy mala gana y con cara de «pero qué me estas contando». Resultó del todo inútil. Lo intentamos en el consulado francés, pues en la época en que situamos la fecha de nacimiento más probable, Marruecos era un protectorado de Francia. En el consulado francés intentaron ayudarnos, pero no darían con los apellidos de su verdadera madre. La funcionaria que nos atendió, se mostró muy amable y lamentó que la búsqueda resultara infructuosa. Después, sonriente, exclamó que tenía una buena noticia: «¿Sabe que puede obtener la nacionalidad francesa, si lo desea? La ley francesa reconocía tal derecho a los ciudadanos nacidos en un territorio bajo la jurisdicción francesa». Pero a Roberto no le interesaba ser francés ni tener doble nacionalidad, sino conocer su verdadera identidad. 

Llegados a este punto, nos quedaban dos opciones para dar con la identidad de la madre de Roberto y su hermana que habrían emigrado a Israel entre 1956 y 1961. La primera de las opciones era irnos al Consulado General de Francia en Casablanca y mover Roma con Santiago hasta dar con algún indicio que nos llevara a la identidad de la madre de Roberto. La otra opción era escribir a Paco Lobatón que entonces presentaba un programa en televisión de máxima audiencia que se dedicaba a buscar a personas desaparecidas. Pero Roberto había desechado esta vía mediática de antemano.

Así fue como una semana después cogimos un vuelo hasta Casablanca y nos dirigimos sin demora al Consulado General de Francia. No sin dificultades, dimos con la inscripción del nacimiento fuera de plazo de Roberto que se había practicado mediante el procedimiento legal oportuno. Pero que no correspondía necesariamente con la fecha real de nacimiento que diera alguna pista para encontrar la inscripción de los dos gemelos en el mismo día. En definitiva, nos dijeron que sin el nombre y apellidos de la madre y sin fecha precisa, no había forma posible de encontrar la inscripción, si es que existía. Allí mismo nos sugirieron visitar una asociación que se dedicaba a localizar a familias judías emigradas a Israel entre 1949 y 1964, periodo durante el que se dieron migraciones masivas a Palestina.

En esta oficina nos explicaron igualmente que sin un nombre y, al menos, el año en que viajaron a Israel, resultaba imposible. Hay que tener en cuenta –nos dijo el anciano que nos atendió– que entre 1949 y 1956 más de 90.000 judíos de la diáspora marroquí partieron para Israel. Y que en 1961 se pone en marcha una nueva operación migratoria en la que se ayuda a abandonar el país a otros 120.000 judíos marroquíes. En cualquiera de estas dos grandes oleadas migratorias podían encontrarse la mamá y la hermanita de Roberto.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos en el hotel, le pregunté a Roberto si no estaba contento al menos por estar en el lugar donde nació (de ello teníamos la certeza). Me respondió con un gesto de indiferencia. Nos fuimos a dar una vuelta por el antiguo barrio judío. Veía a Roberto en los rostros y en las miradas de la calle. Se estima que en los años 50 existían unos 600.000 judíos en todo Marruecos. Hoy apenas llegan a dos mil, pero la memoria judía en el Norte de África permanece indeleble. Como mismo la memoria genética de Roberto se mantiene todavía viva en algún lugar recóndito.