Durar más que la zanga de El Carrizal

Luis Rivero publicado en los suplementos de Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 22 de octubre 2022

Juego de la zanga

La zanga es un juego de cartas que se juega con baraja española, 32 «piedras» (granos de millo, judías o piedras pequeñas) y en el que participan, generalmente, cuatro jugadores que forman dos equipos de dos. Cada equipo inicia a jugar con 16 piedras y el que se quede con las 32 «piedras o vales» es el que gana la partida. Si bien como juego de azar influye el factor suerte que decide las mejores o peores cartas que le correspondan a cada jugador en el reparto, según los entendidos, la suerte no lo es todo, pues existen otras habilidades que esgrimen los jugadores como pueden ser la picardía, la estrategia seguida, el saber anticiparse a una jugada, el descartarse, echar una carta mala para engañar al equipo contrario y otras argucias para que el rival se confíe y caiga en la trampa. Todas estas acciones pueden decantar el triunfo hacia uno u otro equipo, incluso a favor de aquellos jugadores a los que el azar no premió en el reparto de cartas. En definitiva, se trata de un juego que suele resultar complejo para principiantes, mientras que para los iniciados puede ser fascinante, si bien exige habilidad y experiencia.  

«El Carrizal» es la población del sureste de Gran Canaria perteneciente al municipio de Ingenio. Se trata de un fitotopónimo que rememora la abundante cantidad de «carrizos» que, otrora, crecían espontáneamente en el cauce y aledaños del barranco de Guayadeque, a su paso por esta localidad. El carrizo es una planta gramínea que se da cerca del agua o en lugares húmedos (en las islas crece, generalmente, en los cauces de los barrancos) de la cual se aprovechan las hojas para forraje y la caña para la confección de socosy trabajos de cestería. Se conoce también como «cañavera» o simplemente «caña» (de ahí deriva «cañaveral» o «las cañaveras») que no hay que confundir con la «caña india» o caña de bambú ni con la «caña dulce» o caña de azúcar. Así «carrizo» es epónimo de El Carrizal que significa sitio poblado de carrizos. Nótese que hemos dicho El Carrizal, con el artículo en mayúscula, pues así resulta de la tradición desde antiguo, no diversa del uso generalizado en Canarias para los topónimos que traen origen en la flora característica o abundante en un lugar (fitotopónimos) que van siempre precedidos del artículo determinado [v.gr.: se dice Las Palmas, y no Palmas; El Palmar, y no Palmar; El Dragonal, El Gamonal, El Madroñal, El Juncal, etcétera].  

            Los juegos de naipes, en las diversas modalidades presentes en Canarias, pero sobre todo aquellos de mayor arraigo y tradición, han dado pie a la creación de una abundante fraseología y un léxico propio que en ocasiones han trascendido del ambiente lúdico de origen hasta terminar incorporándose al habla popular como expresiones idiomáticas de uso general aplicables a situaciones cotidianas. Sucede con locuciones más o menos de todos conocidas como: «¡Arráyate un millo!», «hacer majo y limpio» o «barrer por sota y malilla»; o quizás menos conocidas como: «¡El cochino se mata gordo!» o «entre más gordo, más manteca», «millo a millo, la gallina llena el papo» o «la gallina picando llena el buche».Todas ellas expresiones que con mayor o menor implantación han pasado de la concreción del juego a la generalización de su empleo en la vida cotidiana. Un registro quizá menos conocido fuera de los ambientes «zanguistas» es el que nos ocupa: «Duró más que la zanga d(e) El Carrizal». Cuentan que en el pueblo de El Carrizal, pago de gran tradición zanguista (donde los aficionados continúan reuniéndose por las noches en la Sociedada «echar una zanga»), tuvo lugar una partida de zanga en la que los participantes estuvieron jugando varios días. De manera que interrumpían la partida a cierta hora de la noche para retomarla después «de soltar» del trabajo en la tarde del día siguiente, pues cada jugador tendría sus obligaciones que atender durante el día. Desconocemos con exactitud cuántos jornadas hicieron falta para concluir la partida, así como quiénes fueron sus protagonistas o quien se hizo con la reñida victoria, pero lo que sí ha trascendido es la que se recuerda en toda la isla como paradigma de «zanga pesada», que se dice en el argot de la partida que dura muchas horas o «más de la cuenta». La expresión ha pasado a ser sinónimo de una partida de zanga o, fuera del ámbito del juego, de cualquier acontecimiento que dure mucho o más de lo previsto. La frase comparativa expresa de manera hiperbólica (hasta casi convertirse en un superlativo) sobre la duración excesiva de un evento o acto que por las razones que sean se alarga más de la cuenta. Valga el ejemplo de cuando el cura se extiende en la plática de la homilía, alargando más allá de lo habitual la duración de la misa, y comenta alguien con ironía a la salida de la iglesia o en el bar de enfrente: «¡Ños, si duró más que la zanga d(e) El Carriza(l)!», pronunciado frecuentemente con la contracción de la preposición y el artículo determinado (d(e) Eldel) y la pérdida de la consonante final (Carrizá).     

¡Cruz, perro maldito (de) los infiernos!

Luis Rivero , en el suplemento Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife, del sábado 01.10.22

Cuenta la leyenda popular que en el día de san Miguel (29 de septiembre en el santoral católico) «el diablo anda suelto» y, por tanto, se exhorta a extremar las precauciones, pues pueden sucederse todo tipo de desgracias de las que se responsabiliza al mismísimo demonio, a sus secuaces y adoradores. El encargado de «tenerlo a raya» es el mentado arcángel, del cual apenas se habla en el Antiguo Testamento donde aparece en el Libro de Daniel como Mija-El,«uno de los príncipes supremos» y alguna otra referencia aislada en algunos textos apócrifos. En el Apocalipsis, sin embargo, es presentado como comandante al frente de los ejércitos celestiales. La iconografía religiosa tradicional desde antiguo venia representando al demonio como ser antropomorfo con un aspecto deforme, a veces con manifiestos defectos físicos, como la cojera, otras veces provisto de pezuñas, cuernos y rabo bovino. Pero se dan también representaciones íntegramente zoomórficas como la del macho cabrío. Con probable origen en la tradición judía del «chivo expiatorio», según la cual, el sumo sacerdote sacrificaba un macho cabrío para expiar los pecados de los israelitas. Por lo que no parece causal que una de las representaciones más comunes en la tradición demonológica sea la del macho cabrío. Parte de este imaginario es la representación «reptiliana» asociada a la serpiente y al dragón, lo que parece tener su parangón en el mito griego de Apolo en su lucha contra la serpiente Pitón. De hecho hay quienes afirman que el Apolo griego tiene su homólogo, por así decirlo, en el arcángel Miguel de la tradición judeocristiana. Tal hipótesis se alinea con la opinión de que los panteones de las distintas tradiciones observan mitos semejantes en la construcción de la  «mito-historia». En la iconografía e imaginería religiosa se representa al arcángel san Miguel con indumentaria guerrera dando muerte al diablo en forma de dragón, de serpiente y, más raramente, como un ser grotesco con cabeza de perro y cola de dragón, dientes como cuchillos y pezuñas de bestia inmunda [Como se representa en la talla del escultor Luján Pérez existente en la iglesia de la localidad de Valsequillo, Gran Canaria, cuyo patrono y protector es el arcángel san Miguel]. La leyenda cuenta que el diablo en forma de perro negro se soltó de sus cadenas y el día de san Miguel anda por ahí  «haciendo de las suyas». Hay quienes han atribuido esta leyenda/mito del demonio transformado en can a la imagen del san Miguelde Luján Pérez que data del año 1801, si bien en algunos bestiarios antiguos «el perro negro era considerado un mal demoniaco» y numerosas obras de arte en varios lugares de América representan al demonio en forma de perro. Pero es probable que la creencia popular de que el diablo anda suelto en forma de «perro negro» tenga resonancias de la leyenda de los antiguos canarios que representaban la imagen del mal y, por ende, de los demonios –mito antagonista del bien– como perros lanudos, oscuros y feroces, figuras que formando parte del imaginario habrían permanecido en el inconsciente colectivo durante siglos. Estos seres, reales o fantásticos, eran conocidos como «tibicenas», sobre los que existen varias leyendas. Se dice que para los antiguos, los tibicenas eran espíritus diabólicos que se manifestaban en forma de grandes perros que atacaban al ganado y a la gente. Para aplacar a estos seres se les hacían ofrendas de comidas en lugares elevados de las montañas y en las cuevas, donde también se sacrificaban animales [lo que recuerda la costumbe de los holocaustos en la tradición abrahamicay las hecatombes en la tradición greca]. Esta creencia popular que cada 29 de septiembre, no se sabe por qué arte del demonio, el «perro maldito» (o el diablo en cualquier otra forma) se libera de sus cadenas y se escapa parece estar presente en distintos pueblos de las islas. Subyace en esta la idea de que tras sembrar el «caos» que supone que el diablo ande suelto, concluye con la lucha del arcángel Miguel con su antagonista vencido y sometido, una alegoría del conflicto entre las fuerzas del bien y del mal que acaba con la victoria del bien sobre el mal y el restablecimiento del «orden natural». En este contexto, entre la leyenda y la superstición, se sitúa esta suerte de conjuro de protección frente a cualquier evidencia de mal o peligro, en especial los atribuidos a las brujas, hechiceras y demonios: «¡Cruz, perro maldito (de) los infiehno(s)!». Es propio de ambientes rurales y supersticiosos que no obstante basarse en creencias pararreligiosas, aporta elementos sincréticos entre las artes mágicas y el cristianismo. De ahí que la cruz sea invocada en primer término como escudo protector del que, acompañado del gesto de santiguarse, según la creencia popular, emana una especial fuerza de rechazo frente a los poderes ocultos o cualquier desgracia. 

Aquí, el que menos corre tumba al de ‘alante’

Luis Rivero en Cultura La Provincia DLP y El Día/La Opinión de Tenerife

Esta parece ser una de las versiones isleñas del refrán castellano: «el que no corre, vuela» (o «el que menos corre, vuela»), formas estas que se escuchan a menudo también en Islas. Se trata de una frase que alude con ironía a los que hacen ver que no tienen interés en un asunto y, en cuanto surge la oportunidad, son los primeros que se muestran dispuestos a conseguir lo que desean. El «aquí», más que expresar un sitio específico como es la función propia de los adverbios de lugar, hace referencia a una situación, a un asunto o cuestión determinada: es aquello que nos ocupa e interesa, son las circunstancias que nos rodean o pueden ser las personas de nuestro entorno o que ocasionalmente frecuentamos. 

«El que menos corre» literalmente se refiere al sujeto que en apariencia es el más lento de todos, el que menos prisa muestra, el menos espabilado. El verbo «tumbar» significa aquí, hacer caer, derribar. En el ámbito de la lucha canaria se dice que en una agarrada se tumba al contrario para expresar que se «da en tierra con el rival», tirarlo al suelo. Es este sentido competitivo o de confrontación que toma el verbo: tirar, hacer caer, empujar, pasarle por encima, atropellar, superar apresuradamente a alguien y de malas maneras, ya sea en sentido metafórico como literal. En el habla popular de las islas escuchamos a menudo la locución adverbial «al de alante», en lugar de la forma más culta «al de delante», y que aquí hace referencia a quien le precede en un orden de prelación o a quien le aventaja por guardar una posición más cercana al objetivo a alcanzar. 

 «Aquí, el que menos corre tumba al de alante», en sentido figurado, describe, pues, una situación de competencia que se entabla entre aquellos que pugnan por alcanzar el objetivo pretendido. Recurriendo a una forma hiperbólica expresa que «el que menos corre» de todos, es decir, el que parece más lento, el manta, el más maleta[se dice del más malo o lerdo, el peor de todos, que es unpaquete], «tumba al de alante», (porque «va como una moto»). Y ello para advertir con ironía de la destreza y prontitud de los que «están al pesque» de alguna ocasión que aprovechar para «llevarse el gato al agua». Al tiempo, pone en guardia frente a quienes muestran indiferencia o desinterés en algo, y que al final resulta que son los primeros en moverse para conseguirlo; de aquel que mantiene una actitud, en apariencia, pasiva, el menos avispado que parece y que, «calladito a la boca», actúa «a la zorruna». En definitiva, se advierte de los que fingen que la cosa no va con ellos y se entregan al oportunismo.  

Se asevera así sobre un hecho que se supone constatado al tratarse de individuos ya conocidos por su modo de actuar [ya se sabe que «por la cagada se conoce al pájaro», dice otro dicho isleño], que se comportan de manera taimada y astuta hasta que se destapan, mostrando sus verdaderas intenciones. «Correr» tiene el sentido a apresurarse, darse prisa, estar presto a intervenir, pronto para efectuar algo. La locución «el menos que corre, tumba al de alante» es sinónimo de la paremia «el menos que corre, vuela» y de esta otra locución isleña que dice: «el menos que mea, hace un charco» que resulta afín a la expresión que parangona el acto de mear como símbolo de poderío, de marcar el territorio: «ser el macho que más mea».  

El aprendizaje implícito en el dicho invita a ser diligente y puede resumirse en que conviene no fiarse de las apariencias porque el que más o el que menos resulta ser un espabilado y a poder que pueda, se te echa delante.

 Así que «hay que espabilar porque a los bobos se los comen las moscas».  

Machar en hierro frío es tiempo perdido

Luis Rivero en suplemento de Cultura del sábado 17 septiembre de 2022 de El Día/LaOpinióndeTenerife y La Provincia/DLP

«Machar» es machacar, martillar, golpear algo para deformarlo, aplastarlo o reducirlo a fragmentos pequeños. Por eso este aforismo cuenta con variadas versiones en las que cambia el infinitivo inicial: «machar/machacar/martillar en hierro frío es tiempo perdi(d)o»; o incluso esta forma extensa que recurre además a otras comparaciones para expresar lo mismo: «machar en hierro frío, darle de comer a un muerto o predicar en el desierto es tiempo perdido». Tres acciones igualmente infructuosas. 

«En hierro frío». Para trabajar el hierro, una de las artes más antiguas de la metalurgia, se requiere que este metal alcance altas temperaturas que lo convierten en maleable para deformarlo. Esto se obtiene mediante el fuego de la fragua. Por tanto, si el hierro está frío resulta imposible darle otra forma. Y por ello se dice que «es tiempo perdido», para dar a entender que cualquier esfuerzo en tal sentido resulta totalmente inútil. 

La metáfora a la que se recurre traslada la imagen del aprendiz en el taller que golpea en vano «en hierro frío». Los elementos simbólicos subliminales a los que se asocia esta imagen son: el fuego de la fragua, el martillo y el yunque. El martillo es un elemento propio del herrero al que se le reconoce un «poder de creación», es pues, un elemento simbólicamente «fecundador», «creador». El yunque por su parte es un símbolo de la tierra y de la materia que soporta pasivamente los golpes del martillo «hacedor» y, por ende, en contraposición a este, se le atribuye un carácter pasivo. Pero para que esto sea así, para que sea posible la elaboración, la realización, es necesaria la presencia de un elemento «vivificador»: el calor del fuego de la fragua. Por ello la alquimia considera el fuego como simbólico «agente de transformación». 

Este aforismo nace probablemente como pauta pedagógica en el ámbito del arte de forjar. Según esta máxima resulta que martillo y yunque son elementos necesarios para batir el hierro. Pero más imprescindible aún resulta el fuego para fraguar este metal y el agua para enfriarlo bruscamente y templar la pieza. De manera que parece evidente que, si el hierro no alcanza previamente la temperatura adecuada, si está frío, no deviene maleable y por tanto no puede trabajarse y es inútil martillar para intentar batir la pieza. Así el refrán puede aplicarse en el campo específico de la siderurgia, en sentido estricto, como aforismo elemental del oficio, pero también puede emplearse en un sentido lato que tendría aplicación en variadas situaciones generales o específicas. Como cuando nos tropezamos con alguien «duro de mollera» es una pérdida de tiempo tratar que entre en razones y que «se baje del burro» [«no bajarse del burro» es expresión común en el español del Canarias que se emplea cuando alguien se muestra obstinado en no deponer su actitud]. Es también afín a aquella otra frase proverbial que dice «en una torna no se pueden coger papas» y se emplea cuando se está ante una situación en la que se pretende algo que resulta muy difícil o imposible de realizar. Como mismo cuando nos encontramos ante una persona necia o ignorante con la que se entabla una porfía y se pretende aclarar la situación, algo verdaderamente imposible, lo que resulta una pérdida de tiempo. Lo mismo que machar en hierro frío. 

 En el ámbito marinero existe otra expresión afín que dice: «Navegar contra el viento es perder el tiempo». Para significar igualmente que es inútil pretender alcanzar lo imposible, ir contra aquellas situaciones que no pueden cambiarse porque no está en nuestras manos ya que dependen de circunstancias contingentes que no podemos controlar. Este dicho marinero se inspira en el ámbito de la navegación a vela, donde navegar en contra del viento es una empresa imposible. [Aunque se dice comúnmente que navegar de ceñida es avanzar contra el viento, en realidad, para que el barco navegue casi «contra el viento», la proa debe formar un ángulo de unos 40º aproximadamente respecto a la dirección del viento]. Por lo que se puede afirmar indistintamente que «machar en hierro frío» como mismo «navegar contra el viento… es perder el tiempo».     

¡Y de aquí pal Pino!

Luis Rivero

«El Pino» es por antonomasia la advocación mariana y el culto que se rinde a la Virgen del Pino, patrona de la Diócesis de Canarias y de la Isla. Suele identificarse también con las fiestas patronales que en honor a «nuestra Señora del Pino» se celebran en la localidad grancanaria de Teror cada 8 de septiembre («el día del Pino»); y puede referirse en abstracto al lugar donde se venera la imagen de la Virgen y el destino de peregrinación adonde arriban romeros de toda la isla («este año vamos caminando al Pino»). Así pues, «pino» es epónimo o cuasiepónimo, por así decirlo, de «El Pino» como lugar de culto y peregrinación.  

La historia de esta advocación mariana está asociada a una fuente de aguas curativas y a un pino centenario, a juzgar por las extraordinarias dimensiones que –se dice– alcanzó. El pino crecía en el lugar (o en las inmediaciones) donde hoy se erige la basílica que habría sido construida con posterioridad a la desaparición del emblemático árbol. El origen del Pino está inmerso en la leyenda popular ligada incluso a la cultura indígena prehispánica, y que ha contribuido a crear un misterio en torno a «la aparición» de la imagen de la Virgen en el pino. La tradición afirma de la existencia de un manantial de agua que brotaba a los pies del árbol y es creencia popular que poseía propiedades medicinales, incluso hay quienes afirman que era «milagrosa». En la simbología antigua, el pino, al igual que otros árboles de hoja perenne, es símbolo de inmortalidad y algunos pueblos primitivos lo consideraron árbol sagrado, mientras que la piña representa la fertilidad. Al igual que las fuentes que se asocian a la longevidad y a la vida, creencia que quizá guarde relación con las propiedades terapéuticas que se le atribuyen en muchos casos al agua que brota de las fuentes. Convergen en la leyenda, pues, dos elementos naturales (árbol y fuente) existentes en el medio y ligados muy probablemente a «rituales» de la cultura indígena. Se cumple aquí de nuevo el iterseguido en los procesos de «evangelización»: el cristianismo hace suyos, «integrándolos» y «consagrándolos» para su reutilización, distintos elementos de la naturaleza o fenómenos geográficos como lo son las fuentes, los árboles, los riscos, las cuevas o las montañas que para la cultura primitiva prexistente tenían un carácter «sacro». Esta «cristianización», por así decirlo, de elementos de culto ligados a manifestaciones de la naturaleza del llamado «paganismo» es una tendencia propia de las religiones teístas con vocación de proselitismo, como es el caso histórico del cristianismo. Y tal tendencia se inserta claramente en el proceso de conquista y colonización de la Islas Canarias si se considera que ya en 1403 el papa Benedicto XIII concedió indulgencias «a todos los que ayudaran a Bethencourt a conquistar las islas Canarias»y dio licencia para «levantar templos y administrar sacramentos»; al igual que los reyes católicos contaron con una bula del pontífice Eugenio IV que concede el derecho a la conquista de Canarias. Lo que otorga a esta un papel «evangelizador».

Este culto a la Virgen está considerado entre los más antiguos de las islas, pero el Pino posee también otro carácter que tiene más que ver con aspectos folclóricos. Y que es donde se inserta la expresión: «¡Y de aquí pa(ra) (e)l Pino!». De lo que se vislumbra que esta «devoción» viene asociada al carácter festivo y alegre de las parrandas. Teror es una fiesta en los días previos, la víspera y la romería el día del Pino que concluye en una ofrenda a la Virgen y donde concurren grupos de tendereteros, rondallas y parrandas varias. Con estos precedentes, la frase «¡y de aquí palPino!» remata un tenderete memorable que sirve de «arrancadilla» hasta el próximo, «ya que después de esta solo nos queda el Pino», que es el culmen para todo canarión devoto o amante del belingo.  

Cuaderno de viajes: El último bastión del socialismo

Estatua de Stalin en el centro de Tirana

Cuando llegamos al paso fronterizo de Hani i Hotit para entrar en Albania era de madrugada y no había nadie en el puesto de guardia. Hani i Hotit era a la sazón el único punto donde atravesar la frontera desde el sur de Yugoslavia. El chófer del autocar sonó el claxon varias veces para llamar la atención de los guardias durmientes. Poco después comenzaron a salir mientras despabilaban y se abotonaban las chaquetas. Recuerdo que uno de ellos nos preguntó de manera retórica que adónde íbamos a ir, que qué se nos había perdido en Albania y que allí no había más que cuatro cabras. Para dar a entender que Albania era un país pobre y atrasado, con una economía agropecuaria  donde había poco que ver y nada que disfrutar. Que en definitiva era mejor que nos quedáramos en Yugoslavia. Pero estos argumentos no convencieron a ningún miembro de la expedición.

Ya en «tierra de nadie», ese espacio circundado de vallas y alambradas entre los confines de dos países, entendí que esta era algo más que una ficción jurídica para expresar que ese territorio no tiene dueño, y no era solo parte del pasado. Nos dispusimos a atravesar a pie el centenar de metros que separaba el confín yugoslavo del territorio albanés. El lugar permanecía en penumbra. Avanzábamos lentamente con nuestro equipaje a cuesta. Para darle más emoción al momento habíamos sabido que la frontera yugoslava del Kosovo, unos kilómetros al Este, estaba cerrada por las actividades de la guerrilla albanokosovar y que en los días previos se habría producido alguna escaramuza entre los guardias de ambos lados de la frontera. Pasamos el control de pasaportes en la zona albanesa en una oficina en medio de la nada. La primera sensación que recuerdo después de haber pisado suelo albanés es la de haber entrado en otro mundo. Un mundo que se había detenido en el tiempo 50 años atrás. La madrugada y la humedad en el ambiente mitigaban el calor en aquella noche de un mes de julio del año 1981. Un autocar albanés nos esperaba en este lado de la frontera para llevarnos hasta Durrës.

El viaje, auspiciado por el PCE (m-l), se organizaba bajo la «cobertura» de una sedicente asociación de amistad España-Albania. Las asociaciones de amistad eran un recurso usual para disfrazar actividades de proselitismo o de abierto contenido político de los llamados «partidos hermanos». Esta fraternidad que se pregonaba entre los partidos comunistas era un modo más o menos poético de expresar los lazos de familiaridad política con un régimen en particular (en este caso el albanés) que se proponía como modelo social y el partido en el poder como guía, el Partido del Trabajo de Albania (que era un partido comunista en toda regla, pero con la originalidad de no haber incluido en su nominación tal adjetivo). En este caso el «partido fraterno» era el PCE (m-l), una de las siglas más legendarias en el puzle de acrónimos a que dieron lugar las numerosas escisiones que se produjeron en los años 60/70 en el seno del Partido Comunista de España a raíz de las posiciones «revisionistas» de su dirección y el abanderamiento del «eurocomunismo». La composición del grupo de viajeros era variopinta, hasta donde recuerdo había un periodista portugués, una periodista española, varios jubilados, tres enfermeras viajeras, un ingeniero nuclear dotado de un sano sentido de la ironía, un par de estudiantes, un radioaficionado, un astrofísico, una funcionaria del Ministerio del Interior, unos pocos miembros del PCE (m-l) y algún militante de la ORT, que era otra de las siglas que conformaban entonces el universo de la «extrema izquierda». 

 Fijamos nuestro campo baseen Durrës. Esta ciudad balnearia que se asoma sobre el Adriático estaba dotada de una infraestructura hotelera obsoleta construida en buena parte durante los años de dominación italiana. Contaba con unas magníficas playas de arena rubia desde donde en las noches claras se alcanzaba a divisar el centelleo de luces de la costa italiana. La capital, Tirana, era una ciudad sobria, con poco tráfico rodado y donde predominaban los edificios de arquitectura racionalista, típica de la estética del periodo fascista. 

Después de cenar solíamos ir a un local nocturno, rigurosamente reservado a extranjeros, donde escuchabas música balcánica y podías tomar raki, un aguardiente de origen turco. Fue allí donde conocimos a un grupo de estudiantes de ingeniería argelinos en viaje de estudios. Fieles al principio de autarquía económica por el que había optado el régimen albanés –o al que se había visto abocado– después de la ruptura con la URSS, Yugoslavia y China, los albaneses sostenían con orgullo que su producción petrolera satisfacía sus necesidades energéticas, pero quizá fuera prudente mantener una puerta abierta al mundo para recibir conocimientos técnicos y mano de obra cualificada en el campo de la producción petrolífera. Sobre todo después de la experiencia de la ruptura con China que hizo que la incipiente industria y maquinaria agrícola  quedase paralizada. Y que obligó a un reciclaje acelerado de los ingenieros albaneses para garantizar su funcionamiento. Esto es lo que explicaría, quizá, la apertura hacia países que como Argelia enviaba a grupos de estudiantes en viaje de estudios y visitas de «confraternidad».

Nuestra expedición era de las primeras en visitar la República Popular Socialista de Albania después de que desapareciera de los pasaportes el veto expresado en aquella apostilla que rezaba: «Este pasaporte es válido para viajar a todos los países del mundo, excepto: Corea del Norte, Mongolia Exterior y Albania». Recuerdo que por tal motivo fuimos entrevistados en Radio Tirana que entonces mantenía una emisión en español. Se podría decir que lo nuestro era una especie de «turismo sociopolítico». Te llevaban de excursión de un lado a otro visitando todo aquello que resultara decente de ver. Se trataba, en pocas palabras, de impresionar al personal con los logros de la revolución socialista bajo la guía del omnisciente Partido del Trabajo de Albania. Una de las curiosidades con que nos encontramos fue una iglesia ortodoxa reconvertida en cancha de baloncesto. Lo que daba fe del ateísmo militante que profesaba el régimen; u otros lugares con tan poco atractivo turístico como una clínica dental. También visitamos cooperativas agrícolas, alguna fábrica, guarderías, campos de trabajo voluntario para estudiantes que contribuían al trazado de la red ferroviaria, campamentos de verano  para niños (que era algo parecido a los campamentos de la OJE), una casa de una familia campesina y hasta nos invitaron a la celebración de una boda. Las visitas concluían siempre con nuestros huéspedes entonando una canción pegadiza que no escatimaba en loas y hosannas a «las heroicas hazañas del presidente Enver Hoxha». Figura que parecía dotada del don de la ubicuidad divina y al que se diría se profesase una ferviente devoción. 

            Una de las cosas que más llamó nuestra atención fueron los búnkeres de hormigón que proliferaban por doquier, para albergar nidos de ametralladoras o baterías antiaéreas. Como si se esperara una invasión de un momento a otro. Del presidente Enver Hoxha se decía que vivía obsesionado con que el país fuera víctima de una agresión exterior o de un complot interno. Sus «paranoias» y desencuentros lo llevarón, en el terreno político y diplomático, a romper con la Yugoslavia de Tito en 1948, cuando esta abandonó el Kominform, y a quien acusaba de «agente del imperialismo»; las diferencias con la URSS de Nikita Jrushchov tuvieron inicio en 1956, a raíz de la muerte de Stalin, para finalizar con la ruptura definitiva en 1966 con el abandono del Pacto de Varsovia; y por último con la China de Mao por el malestar que causó en el dirigente albanés el establecimiento de relaciones diplomáticas de la RP China con los EEUU durante el mandato de Nixon. El cierre de fronteras a influencias culturales foráneas fue otra de las medidas adoptadas por el régimen socialista y esto explicaba la ausencia de turismo. En el ámbito interno, el temor a una celadaque derrocara su gobierno hizo que se intensificara la persecución de disidentes al más puro estilo estalinista. Una de las más sorprendentes fue la «desaparición» de Mehmet Shesu, ex brigadista internacional en la guerra civil española, compañero de aventuras de Hoxha desde su juventud que llegó a ocupar varios cargos en el gobierno, incluido el de presidente del Consejo de Ministros. Fue acusado de espía «pluriempleado» al servicio de la URSS, China y Yugoslavia y «ajusticiado» sin juicio previo en 1981. Se hablaba incluso de tiroteos y duelos en las reuniones del comité central del Partido. Para entonces la Albania socialista, más sola que la una, abanderaba su cruzada ideológica contra el «revisionismo», el «imperialismo y el socialimperialismo soviético». De revisionista o desviacionista  era tachada cualquier interpretación que no coincidiera con la línea de pensamiento trazada por el dirigente albanés. El PTA se autoproclamó en único heredero de la ortodoxia marxista-leninista. Por entonces se había prescindido de la coletilla: «pensamiento Mao Tse-Tung», una especie de pedigrí con el que se etiquetaban algunos partidos. Ignoro los entresijos que llevaron realmente a esta República Popular a la cerrazón y la autarquía, pero tengo la impresión de que algo tuvo que ver la atribución de roles económicos, la división de la producción entre los países satélites del bloque del Pacto de Varsovia y las contrapartidas propuestas por la URSS, unido al exceso de celo del dirigente albanés en preservar su independencia. Esta supuesta integridad ideológica de Enver Hoxha alimentó el mito de Albania como el último bastión del socialismo.

Cuaderno de viajes: El penúltimo viaje del Zorba

Luis Rivero. Publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia/DLP del sábado 27 agosto 2022.

Siempre me he sentido fascinado por la idea clásica del ecologismo militante. Y confieso que me suscitaban admiración aquellos barbudos con aspecto jipi, activistas de Greenpeace, que arriesgaban la vida lanzándose en lanchas neumáticas tratando de impedir que los cargueros arrojaran al mar barriles con residuos radioactivos. En aquellos años me hice socio de la organización ecologista. En momentos íntimos, apreciaba con orgullo mi carnet y recibía regularmente las publicaciones en papel reciclado. A aquellas alturas no estaba al corriente todavía de la posición política adoptada por la ONG frente a lo que sería la segunda Guerra del Golfo y otras cuestiones poco claras que enturbiaron con el tiempo el prestigio que me merecía esta organización, pero de las que no voy a hablar ahora.

Entre las actividades de las que podían participar los asociados de Greenpeace estaba la de navegar en una suerte de «buque escuela» que servía de sede flotante de un aula de la naturaleza, por así decirlo, donde se impartían clases sobre nociones básicas del medioambiente marino y llevaban a cabo actividades didáctico-recreativas como era el avistamiento de cetáceos unido a labores de recogida de plásticos y limpieza del litoral, y cosas por el estilo. Este barco era el Zorba, un velero de 18 metros de eslora, con casco de madera y habilitado con 5 camarotes y un total de 12 camas. Al timón, un capitán de navío experimentado y contratado por la organización para tal menester. El resto de la tripulación eran voluntarios de Greenpeace entre los que había una monitora que impartía las charlas divulgativas y dirigía otras actividades. El barco navegaba por el mediterráneo y tenía su base entonces en el puerto de Palma de Mallorca. De manera que resultaba muy atractivo para el que decidiera embarcarse en una pequeña aventura sin correr grandes riesgos, lo que lo hacían que una plaza en el Zorba estuviera muy demandada, sobre todo en los meses estivos. Así fue  como en octubre de 2002 me propuse embarcar en el Zorba para navegar en torno al archipiélago balear.

            Zarpamos un 30 de septiembre del puerto de Palma y nos dirigimos, a merced del viento, a un punto desconocido de la isla de Mallorca. El segundo día a bordo, la cocinera, una miembro de la tripulación voluntaria que presumía de ser «budista y vegetariana»  –así se definía ella– pero a la que le encantaban el jamón patanegra y los langostinos del número 7 –decía– por toda excepción a su vegetarianismo estricto, nos sorprendió con unos bocadillos de alguna delicatessen  vegana que ahora no recuerdo, aderezados con una mahonesa que me sentó fatal, estado que se vio agravado por la fuerte marejada y el bamboleo al que sometía el barco, unido al mal de mar propio de los primeros días de navegación. Así que ese día me pasé buena parte de la travesía echando la pota por la borda. Estuvimos navegando los días sucesivos en busca de alguna playa que limpiar de bolsas de plástico y bastoncitos para los oídos que la gente tira en el inodoro sin  ser consciente de estar arrojando plástico al mar, pues las depuradoras de aguas fecales no degradan el plástico con que se fabrican los bastoncitos –por si alguno no lo sabe– y el Mediterráneo es lo que se dice un mar cerrado, lo que facilita la acumulación de basura en sus aguas y dificulta su degradación. También pasamos una jornada de navegación rumbo a Cabrera, equipados de prismáticos tratando de avistar delfines. No vimos ni uno. Pero el archipiélago de Cabrera nos brindó la oportunidad de realizar varias excursiones a pie por su litoral. En uno de los debates que se suscitó, me enteré por pura casualidad del motivo por el cual la dirección de la organización ecologista, sin el consenso de las bases, había decidido mantener una posición «neutral» en cuanto a la condena o no de la inminente invasión de Irak en 2003, la cual se venía gestando desde el 2001. Lo que en la práctica vendría a implicar un apoyo encubierto a la campaña belicista puesta en marcha por el Pentágono. El hecho determinante en esta toma de posición fue el claro rechazo que la organización había mantenido respecto a lo que se conoce como primera guerra del Golfo (1990-1991) y que trajo como consecuencia, según la dirección, las bajas masivas de asociados norteamericanos heridos en su «orgullo patrio» por la posición antibelicista de la ONG. Este resultado llevó a la dirección americana (con algunas reticencias desde Europa) a no consultar con sus bases la postura de silencio cómplice adoptada más tarde durante la invasión de Irak o segunda guerra del golfo (2003).

Circunnavegando la isla de Menorca, llegamos a un pequeño puerto de cuyo nombre no consigo acordarme, donde intentamos atracar para hacer noche. El atraque resultó imposible por el mal estado de la mar que comprometía la seguridad del barco. De manera que el capitán, cauto, decidió fondear en la bahía del puerto. El mar estaba muy agitado y el balanceo hizo que tuviéramos que acondicionar las literas con una red lateral para impedir acabar por los suelos mientras dormíamos. No obstante el vaivén al que nos sometía el mar, logré conciliar el sueño levemente.

[…] Apenas recogimos ancla y desplegamos velas al abandonar la ensenada, el capitán Pau, un viejo lobo de mar, cascarrabias y borracho que llevaba un parche en el ojo comenzó a dar órdenes con boato hasta llegar a atemorizar a los más jóvenes que imploraban por volver a puerto. Ya en altamar, fuera de las aguas jurisdiccionales, para ser precisos, mandó a izar la bandera negra con dos tibias cruzadas y una calavera. Algunos miembros de la tripulación se habían enrolado dando crédito a las falsas promesas del capitán Pau hasta darse cuenta cuando ya era demasiado tarde que su aventura o desventura no tenía vuelta atrás. La marinería estaba compuesta de gentuza y aventureros contratados por cuatro perras y su ración diaria de ron o seducidos por participar en el reparto de un buen botín al final del viaje. Después sabríamos que esta escoria era en su mayor parte delincuentes de medio pelo, borrachos y vividores alistados en tugurios y lupanares de los arrabales del puerto.

La tan sola visión del capitán Pau impresionaba. Vi su imagen reflejada en el espejo del baño. Lo miraba con disimulo mientras se acicalaba la barba, trenzándosela y enganchándose unas argollas en los lóbulos de las orejas a la antigua usanza de los piratas de otros tiempos. Vestía una casaca roja de época que le daba un aire de corsario inglés.

Una noche logré escuchar algunas conversaciones entre los miembros de la tripulación en la que referían a un punto de destino: «el puerto de Orán». Era difícil seguir el hilo de la conversación entre tanto griterío y borracheras, pero también escuché cierta referencia al «mercado de esclavos». Después logre oír otra palabra suelta que me puso los pelos de punta: «eunucos». De lo que pude deducir que la embarcación se dirigía rumbo sur-suroeste al puerto de Orán, en Argelia, y que las intenciones de aquellos malnacidos era la de vendernos como esclavos en el mercado de la ciudad; y sospecho para ser castrados y destinados a servir como eunucos en el harem de algún jeque árabe.

Era una noche sin luna y el faro de Orán parpadeaba en lontananza bajo un cielo límpido y sembrado de estrellas. El navío se deslizaba con ligereza sobre las olas, en empopada. El azar quiso que al improviso se desatara un temporal de mil demonios que hacía zozobrar la nave y comprometía su estabilidad. Se vieron obligados a arriar la mayor y navegar solo con el foque, lo que ralentizó la travesía y retrasó considerablemente nuestro arribo a puerto. Un golpe de mar me arrojó sobre la red lateral de mi litera e hizo que me despertara de un sobresalto. Por fortuna todo había sido un mal sueño. Pero a mí me mosqueaba mucho cuando desplegaban la bandera pirata en el mástil del popa.

Poco después concluiría lo que sería el penúltimo viaje del Zorba tras de varios años al servicio de la labor divulgativa y de concienciación medioambiental. Nos dijeron que lo llevaban al varadero para el desguace. Pero años después supe que un aventurero lo adquirió de la organización y lo reparó para dar la vuelta al mundo.  Me consuela saber que aquel barco marinero de antropónimo griego continúa surcando las aguas como viejo lobo de mar.

Cuaderno de viajes: “Talleres y tertulias literarias”

Me había inscrito a un taller que con el título Literatura y periodismoimpartía el escritor Juan José Millás en la isla de Menorca. Así que un 4 de julio de hace ya unos años cogí un vuelo hasta Madrid y desde allí a Menorca. Llegué a la isla por la tarde y me fueron a recoger al aeropuerto. El taller se celebraba en un lugar de la costa, cerca del pueblo de Sant Lluis, y consistía en una convivencia de varios días en los que compartíamos desayuno, almuerzo y cena con el escritor, con charlas y actividades durante todo el día. Nos alojamos en una masía en medio de una finca llamada Benissaida, cuyo nombre de origen árabe rememora uno de los cuatro distritos en los que estaba dividida la isla en época islámica. En la casa había dos perros que salieron a recibirme, un pastor labrador muy cariñoso que se llamaba Luis y una bóxer que obedecía al nombre de Linda. Ellos nos  acompañaron también durante toda nuestra estancia. Aquella noche conocí a Juan José Millás y recuerdo que cenamos todos juntos en una playa. Al día siguiente dio inicio el taller en el que aprendí y reflexioné sobre cosas muy útiles, algunas de las cuales tengo anotadas en mi cuaderno, como que algunos parásitos como las pulgas son los primeros en abandonar el cuerpo sin vida de pajarillos y ratones. De manera que justo cuando el animal exhala su último hálito, salen por patas. Se puede decir que son como testigos que huyen del lugar de autos porque quieren evitar líos. Pero si las pulgas son las primeras en abandonar el cuerpo sin vida del animal en el que habitan, hay quienes llegan siempre antes que el médico forense, el juez e incluso que la policía, y estas son las moscas. Supe también que pedirle a un bipolar que renuncie a su fase eufórica es como pretender que Superman abandone su rol y continué siendo durante toda la vida el gilipollas de Clark. Y otras muchas cosas interesantes e instructivas. Pero de lo que quería hablarles no era del taller, sino de algo que aconteció en la casa. En la estancia que compartía con otros dos compañeros más no me sentí cómodo. Y no tanto por el hecho de compartir habitación, sino…, no sé cómo decirlo, pero había algo que me inquietaba y perturbaba mi sueño. Sospechaba que había una «presencia» en la casa, por así decirlo. Tal sospecha se confirmó cuando una noche, desvelado, me levanté al baño que se encontraba al fondo de un corredor en penumbra. Avanzaba lentamente por el pasillo sin hacer ruido para no despertar a los demás y en un momento determinado tuve la sensación de como si alguien me empujara violentamente haciéndome perder el equilibrio. Sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo y que seguido se interrumpió por el dolor provocado por un golpe seco que recibí contra el borde de metal de un arcón que había en el suelo, a un lado del corredor. El golpe me produjo un corte en la parte exterior de la pierna a la altura de la rodilla. La herida causó una pequeña hemorragia que atajé con remedios caseros. Pero se me quedó el susto en el cuerpo. Todo aquello era muy extraño y estuve dándole vueltas durante la madrugada. Me dio por pensar que quizás había sido obra de alguna «entidad» que habitaba el lugar y que veía con desagrado la presencia de huéspedes en su casa.  Se trataba de una antigua masía que guardaba seguramente muchas historias entre aquellas cuatro paredes. Incluso lo relacioné con la etimología semítica del nombre del lugar y su pasado árabe. No sería de extrañar –pensé– que algún espíritu hubiera permanecido atrapado, a saber desde cuándo, en aquella esfera de existencia.  A la mañana siguiente comenté lo sucedido con algunos compañeros del taller, medio en broma, medio en serio, para evitar que me tomaran por loco. Pero mis palabras solo obtuvieron respuesta de una compañera a la que llamaré Mercedes, voraz lectora y librera de profesión, propietaria de una pequeña librería en Mahón y, por lo que sabría después, era también una aguda sensitiva. Mercedes era conocedora de la casa en la que nos alojábamos y de sus entresijos porque había frecuentado otros talleres. Todo surgió porque por la noche, estando reunidos todos, nos preguntó quién dormía en la cama del fondo a la derecha de la habitación que ocupábamos los varones. Le contesté que me había tocado a mí. Y seguido me preguntó cómo había dormido. La verdad era que no había pegado ojo. Mercedes asintiendo con la cabeza me confirmó que ella tampoco había podido dormir en el mismo sitio en una ocasión anterior en la que había asistido a otro taller. Me habló después de «una entidad» presente en la casa o de un vórtice de potente energía que perturbaba el descanso e impedía conciliar el sueño. Conseguí que durante las últimas noches uno de los compañeros, el más escéptico, me cambiara la cama y lugar de ubicación, aunque no sirvió de mucho. La última noche, el otro compañero, un fotógrafo de Barcelona que contaba con varios reconocimientos internacionales, con el que habíamos estado hablando aquella noche de espíritus y fuerzas sobrenaturales, no pegó ojo y decía que veía fantasmas por todos lados. Cuando llegaba la luz del día era como si estas presencias nocturnas, manifestaciones, espíritus o lo que demonios fuera, nos dieran tregua. 

Había llegado el último día del taller. Nos despedimos todos, le di las gracias a Juanjo y mi enhorabuena a la organizadora del taller, pero que sintiéndolo mucho –le dije– no volvería a dormir en aquella casa mientras no la exorcizaran o la sometieran a «una purificación energética» o lo que fuera.

            Tomé un avión hasta Barcelona y desde allí partí en tren hacia mi próximo destino, un pueblito de la provincia de Guadalajara. Había sido invitado por un amigo escritor, junto a otros escritores canarios, a pasar una semana en su casa. Unos días de inmersión en plena naturaleza, tertuliando entre amigos y disfrutando de su compañía. Este amigo escritor, cuyo nombre omito para preservar su privacidad, tiene una casa en el pueblo, la casa del escritor(como la llaman los lugareños) que había sido antiguamente un bar, el bar de Flora, que era la anterior propietaria ya fallecida desde hacía años. Era un edificio antiguo que poco a poco, verano tras verano, había ido rehabilitando. 

Los días pasaban en compañía, algo de trabajo por las mañanas alternado con largas caminatas por el campo, que para mí rememoraban los paisajes de la poesía de Machado en Campos de Castilla, algún partido en el frontón de la plaza del pueblo, tiempo de lectura y escritura, y tareas domésticas.

Esta vez me alojé en una habitación toda para mí, pero tampoco conseguí descansar. La experiencia en la casa de Menorca era todavía reciente y, para más inri, nuestro anfitrión nos habló del «fantasma» de Flora. Aunque parecía decirlo de guasa, yo sospeché que estaba dotado de ciertas facultades extrasensoriales. Según él, el espíritu de la anterior propietaria permanecía en la casa y se manifestaba de vez en cuando. Aunque parecía que bromeaba, varias cosas que sucedieron durante nuestra estancia en la casa, como era la caída de objetos de manera inexplicable o súbitos desplazamientos de estos, confirmaban que la cosa iba en serio. Yo apenas llegué, les conté mi experiencia en Menorca. No me detuve en detalles de contenido del taller, sino en aspectos periféricos de este como era la presencia en la casa de Benissaida de una supuesta entidad desconocida. No sé si este hecho me predispuso, pero lo cierto es que sentía una sutil y extraña presencia. Por las noches, después de cenar, permanecíamos hasta altas horas de la madrugada charlando y bebiendo vino. Como entonces se hablaba del fenómeno del 2012, «del final de los días», de la profecía maya, del  «fin del mundo» y de todas esas cosas, nuestro anfitrión había hecho acopio de vino tinto suficiente para pasar «el día del juicio final» –decía de coña– «en estado cercano al coma etílico». Se aprovisionó de una buena cantidad de botellas apiladas en el suelo, en un rincón del comedor. Una noche de tertulia y vino, en horas cercanas a la madrugada, varias de las botellas se rompieron sin más, esparciéndose su contenido por el suelo. El hecho se podría atribuir al caso fortuito si no fuera porque nadie había tropezado con ellas, no había caído ningún objeto pesado sobre éstas ni estaban colocadas en una posición que hiciera peligrar su estabilidad. Aparentemente, ellas solas si hicieron cisco. Nos miramos unos a otros y nadie dijo nada, pero todos intuimos que algo extraño e inexplicable acababa de ocurrir. Yo lo interpreté como un acto liberatorio. Cierta corriente esotérica atribuye un significado a la rotura de un objeto como que se desvanece una fuerza que haya podido permanecer atrapada o sana algún aspecto del alma humana.  «¡El fantasma de Flora!», exclamó nuestro anfitrión. Ignoro si se trataba de un fantasma, un espíritu atormentado, una buena presencia o lo que fuera, pero lo cierto es que después de aquella noche, yo descansé mucho mejor y dejamos de asistir a la caída inexplicable de objetos y otras cosas por el estilo.

 Cuaderno de viajes “Todos merecen tomar un buen café”

El otro día, ordenando papeles, encontré el billete de Interrail con el que viajé por primera vez por Europa, hace ya un montón de años. El Interrail –para quien no lo sepa– era un billete internacional para jóvenes que podías adquirir en las oficinas de la RENFE por el módico precio de 14.000 pesetas y que te permitía viajar en ferrocarriles de casi toda Europa de manera ilimitada durante un mes. Este billete que se expedía como una especie de cartilla fue muy popular en su tiempo entre los jóvenes europeos. El viaje en tren revestía entonces cierto halo de romanticismo del que carecen los vuelos de las compañías aéreas de hoy en día. Marcaban el tempo y las pausas de las que siguen gozando las largas travesías en navío. Más allá de las connotaciones e inspiración espirituales y simbólicas que rodean el viaje, viajar en tren planteaba el reto de la aventura. Aventura que emprendías con una mochila a la espalda cargada de incertidumbres, pero también con muchas ganas de ver mundo. En particular, recuerdo mi segundo viaje con el Interrail que tenía como meta llegar hasta Yugoslavia, recorriendo España, Francia e Italia. La aventura del viaje venía marcada, en parte, por la cantidad de personajes pintorescos con los que te puedes tropezar en los vagones de un tren. El azar a veces va juntando elementos tan dispares que parece que nos gasta una broma. La Yugoslavia de Tito despertaba en mí una mezcla de curiosidad y la excitación que producía atravesar el telón de acero. Después de un largo periplo italiano, cogí el tren desde Venecia a Belgrado, vía Trieste. Era de noche y a medida que el tren se acercaba a la frontera subía cada vez más gente. Encontré acomodo en uno de los compartimentos en los coches de segunda clase. El compartimento, de ocho plazas, estaba ocupado por tres trabajadores yugoslavos emigrados a Italia que regresaban a su país por vacaciones. Se mostraron muy amables conmigo. Uno de ellos, el más joven del grupo, resultó ser el más hablador y trató de entablar conversación. Me preguntó que de dónde era. Cuando le dije que era español, enseguida soltó orgulloso que un amigo y paisano suyo jugaba al fútbol en la Primera división de la Liga española, en el Valladolid. Me dijo el nombre del futbolista, pero no lo recuerdo. Efectivamente en aquella época había un par de yugoslavos que militaban en el equipo vallisoletano. Este hecho banal pareció ser una feliz coincidencia que justificó todo tipo de atenciones por parte de mis «anfitriones». La verdad es que no recuerdo en qué lengua nos entendíamos, si en italiano, si en inglés o en una mezcla de todo un poco poniendo énfasis en la gestualidad. De manera que allí estaba, en un vagón de segunda, abarrotado de gente, en su mayoría trabajadores yugoslavos que regresaban a su país viajando durante toda la noche, en un compartimento de ocho plazas con mis tres «compañeros» de viaje. Los yugoslavos custodiaban el recinto como si fuera suyo, habían cerrado la puerta y corrido los visillos para que no nos importunara nadie. Avanzada la noche insistieron que descansara permitiéndome abrir la butaca convertible en cama, por lo que pude dormir a pierna suelta. Mientras, fuera, en los pasillos, había una pila de gente apiñada en pie o sentada en el suelo. Y nosotros cuatro allí tan cómodos en nuestro compartimento. La situación era bastante embarazosa. Uno de mis anfitriones, el mayor de ellos, que parecía llevar la voz cantante, era el que más malas pulgas tenía. Espantaba con boato a quien osara intentar penetrar en nuestra suite. Cuando estábamos llegando a la frontera, el amigo del futbolista del Real Valladolid sacó de una bolsa un impecable terno de marca italiana, nuevo, con sus etiquetas y todo, y se cambió. Después dejó a la vista una cámara fotográfica nuevecita y me pidió por favor que si me preguntaba la policía aduanera que les dijera que la cámara era mía. Comprendí que podía ser incautada por los aduaneros, al igual que el traje recién comprado. Ahora empezaba a atar cabos y a entender tanta amabilidad y atenciones hacia mí. Efectivamente, cuando el tren se detuvo en la frontera de Trieste, el aduanero entró en nuestro compartimento, echo un vistazo alrededor, detuvo su mirada en la cámara fotográfica y la señaló haciendo un gesto como pidiendo que le confirmase  si era mía. Yo asentí con un leve movimiento  de cabeza. Se dio la vuelta y continuó inspeccionando el resto del vagón. Los yugoslavos se quedaron muy contentos y agradecidos. El tren siguió su curso hacia Belgrado parando en cada estación. Yo dormía plácidamente, pues, esto no lo he dicho, pero una de las primeras cosas que aprende un mochilero (así llamaban a los viajeros Interrail) es a viajar por la noche en rutas más o menos largas y aprovechar para dormir durante el viaje y ahorrarte así la pernoctación en un youth hostel. Antes de llegar a Belgrado salí de mi compartimento para ir al lavabo. En la parte trasera del vagón me encontré a los yugoslavos abriendo una trampilla de donde comenzaron a sacar grandes paquetes de café; kilos y kilos de café italiano que introducían ilegalmente en el país. Los yugoslavos resultaron ser contrabandistas de café. El revisor merodeaba por allí sin intervenir y haciéndose el loco, lo que le delataba claramente. Esto me indujo a pensar que él también estaba en el ajo. Debía de tratarse de un funcionario corrupto al que los contrabandistas habrían sobornado con unos cuantos kilos de café.

Años después leyendo un poemario de Ana Jordá, una poeta amiga mía e inmerecidamente desconocida, en un libro titulado Zona desquiciada describe una escena similar en un poema que se titula «Entre mares», en el que retrata impresiones de distintos viajes, con simplicidad y belleza, y del que trascribo los dos primeros párrafos:

«La biblioteca de Boston hervía de posibilidad, desde

entonces, la palabra “Nilo” sonaría siempre a oráculo.

Los contrabandistas de desodorantes y cremas de afeitar,

desmantelaron eficazmente los asientos del tren en

Yugoslavia y nos regalaron el mechero» […].

Hacía mucho calor en Belgrado aquel verano y las fotografías del mariscal Tito todavía pendían omnipresentes en tiendas, bares y heladerías. La Yugoslavia de la época la recuerdo como una sociedad aparentemente moderna y próspera. Me sorprendió ver coches de marcas occidentales. Algo que la diferenciaba  del resto de los países del Este. Ignoro por qué razón introducían en el país el café italiano de contrabando, considerando que se podía comprar un coche fabricado con la licencia de la FIAT, como era el Zastava. Quizás no se conseguía o era caro y difícil de adquirir. Cierto que para los que somos cafeteros exigentes el contrabando de café en tales circunstancias está más que justificado. El café italiano tiene fama de ser el mejor de todos. Lo que no deja de ser una paradoja, pues Italia no es un país productor. Pero la torrefacción que le dan los maestros tostadores italianos y el cuidadoso proceso de elaboración lo hacen único. Esto me recuerda la importancia que tiene el café en lugares como Nápoles. Existe una tradición napolitana que en los bares llaman el caffé sospeso. Consiste en que alguien deja pagado el  café para otra persona a la que no conoce y que puede presentarse en cualquier momento. Se trata de personas menesterosas que no tienen dinero para tomar un café. Tal es la importancia que se le da a esta infusión que es inconcebible que alguien se quede sin saborear un buen expreso.

La verdad es que nunca entendí ese celo con el que los regímenes socialistas de la época protegían a sus ciudadanos de la vorágine del consumo proveniente del Occidente capitalista. Al final lo que producía, más que un efecto disuasorio frente a las tentaciones consumistas, era un estímulo guiado por la curiosidad y el deseo de lo prohibido. Y lo cierto es que, tras el desmoronamiento de los distintos «regímenes», muchos de sus ciudadanos se han convertido en consumidores compulsivos. Pero en cuanto al sacrosanto derecho de tomar buen café,  los contrabandistas que conocí en aquel tren a Belgrado no podían aspirar a menos y se consideraban merecedores de ello y, democráticamente, daban tal posibilidad a sus conciudadanos. Si es verdad que hay fenómenos cíclicos que se repiten en la historia, quién sabe si un día no lejano volveremos al estraperlo y al contrabando de café.