Inicio: El guarismo infinito y otros cuentos
El guarismo infinito
©Luis Rivero
Exploró las fronteras de lo imposible bordeando casi la locura. Despiadado y colérico, como fuera de sí por momentos, despedía a gritos a quien interrumpiera su trabajo. Reflexionaba sobre la existencia de cierto guarismo infinito. Un número que debería –a su entender– representar todos los números y ninguno, al mismo tiempo. No se trataba del símbolo algébrico comúnmente utilizado por geómetras y matemáticos para figurar el valor infinito. Tampoco los astrónomos tenían dominio del cifrado. Acariciaba la convicción de que el alguarismo existía y que en algún lugar del espacio-tiempo debía de manifestarse en su plenitud. En nuestra humana dimensión, sin embargo, era del todo desconocido. Al menos para la generalidad de los hombres.
Hubo quienes tuvieron referencias del número por algún viejo maestro. Sabios y eruditos lo daban por sentado: el guarismo infinito no era sólo una probabilidad, sino un hecho cierto. Algunos pasajes antiguos hablaban de él sin llegar a revelar su manifestación o su carácter informe, pero no se trataba de fuentes originales. Se remitían a textos apócrifos u otras citas de dudosa existencia y cronología imprecisa, a testimonios arcanos que hacían vagas referencias. Tal imprecisión alimentó el enigma. Así fue como llegó hasta nuestros días. Aunque hubo quien señaló algunas obras de referencia que contendrían encriptaciones del guarismo en su gematría [1]. La autoría de estas se atribuyó a Musa Al Juarismi, matemático del siglo IX, y al mismo Moshé ben Maimón.
“El número infinito existe” –no se cansaba de afirmar el viejo frente a los que sostenían que la representación del infinito sólo podía ser innúmera–. “Las evidencias son rotundas, no pueden errar todos aquellos que juraron conocer su existencia”. La conjetura podía ser verosímil o artificiosa, pero él se mantenía en la certeza con convicción.
El problema que entraña la representación de un número infinito se atribuye a que este encierra un concepto subrepticiamente antagónico. Supone la negación en sí misma de su propia existencia y reduce las probabilidades matemáticas de su manifestación a una expresión menor o mayor de cero, pero indeterminada, sin que pueda precisarse su cálculo. El guarismo infinito –presumiendo su realidad– sería la llave capaz de resolver todas las ecuaciones y despejar todas las incógnitas desde la creación del universo. Supondría desentrañar el principio de incertidumbre y con él, replicar la facultad de las partículas subatómicas de estar en un sitio y en otro lugar distinto, a un tiempo. Haciendo de la incerteza una virtud.
Quien así discurría no era un matemático, sino un galeno: Salomón Harari; médico, filósofo de la ciencia y estudioso de lenguas clásicas y arcanas.
El descubridor que desvelara la clave de la existencia de tal número de representación arábica e infinita, sería merecedor de todo reconocimiento, pero seguramente, pocos lo admitirían. Quizás ello explique que ninguna fuente se atrevió a formular su representación. O acaso, fuera una fórmula oculta a propósito que no podía ser revelada a los profanos.
Algún filósofo del Medioevo insinuó que el guarismo infinito se correspondía con el número de Dios. Es sabido que quienes apuntaban la existencia de un guarismo divino, hacían también referencias a la magnitud sagrada. Sir Isaac Newton la identificaría con el enigmático codo sagrado. Gradación básica equivalente a 641 milímetros de nuestro sistema métrico decimal. La medida habría sido utilizada –según las apreciaciones del matemático– al erigirse la gran pirámide de Guiza. Algunos eruditos apuntaban que de igual modo habría sido interpretado por Noé en la construcción del arca bíblico. Los egiptólogos aceptarían con el tiempo las conclusiones de Newton de fundar el secreto de la pirámide en un círculo con un radio de sesenta codos sacros. Sin embargo, el codo sagrado es una magnitud, no un valor absoluto, por lo que, a priori, no podría identificarse con el número infinito. Sobre esta base –apuntaban algunos– este número fundamentaría el sistema sexagesimal como método de cómputo del tiempo, universal y cierto. Y no podría ser de otra manera, pues no admite contestaciones (a diferencia, verbigracia, del sistema métrico).
El asunto no fue una cuestión pacífica. Teólogos y exégetas se entregarían a una apasionada discusión sin precedentes a la hora de atribuir la autoría del misterioso número a uno u otro dios. Las creencias politeístas parecían resolver la controversia de manera pragmática. Pues es sabido que en todos los panteones paganos existe un dios al que se le atribuye la revelación de las ciencias de la geometría y la aritmética, y que tuvieron aplicación desde tiempos antiguos por los geómetras en la arquitectura sagrada y en la agricultura por los agrimensores. Empero, no resultó una cuestión baladí entre las religiones monoteístas. La discrepancia primordial surgió en precisar cuál de los dioses venerados era el verdadero y si alguno de ellos admitía una manifestación humana que a modo de emisario, como sugiere el paganismo, se presentaría como transmisor o revelador de la enseñanza. Que si el Mesías de los teólogos hebreos era o no identificable con el Cristo de los cristianos o reconocible en alguno de los profetas del islam, no resultó una cuestión sesgada. No parecía implicar una complejidad apriorística el hecho de que la manifestación sublime fuese portadora del conocimiento de los números y de las matemáticas. La omnisciencia resulta un atributo divino del que son copartícipes el común de las deidades en sus diversas versiones monoteístas. Por otra parte, lo infinito es una idea consustancial al Eterno. Por ende, sería dable que transfirieran el conocimiento de un guarismo tal que a los ojos de los hombres resultaría materialmente imposible. La descripción de la infinitud del arábico no sería verosímil desde el momento en que su concepción misma se hace inabarcable para la mente humana. Por ello es opinión común que sólo podría ser revelado a unos pocos iniciados.
Parecía claro que el signo estaría circundado desde la mínima expresión, tan infinitamente pequeña que resultara impensable, hasta su máximo exponencial que abarque lo inabarcable. El valor infinito se ubicaría en la zona fronteriza entre el + − 0. [Es decir, sería una representación ≤0; ≥0]; siendo posible, pues, un valor neutro. Sin embargo, esto eran sólo aproximaciones especulativas. Habría que acudir a la abstracción como elemento convencional teórico, pues su naturaleza era imponderable. No obstante, cuando se entraba en el terreno de la praxis, resultaba ineludible modificar los escenarios del espacio-tiempo.
Garabateaba sus razonamientos Salomón Harari mientras discurría ordenando ideas que podrían parecer producto de un demente. Concibió un universo imaginario de singulares dimensiones. De modo experimental, introdujo simuladamente un factor multiplicador de efecto infinito. Sabía el viejo Salomón de estar en lo cierto. Cada día que pasaba, se acercaba a la verdad. Le abordó una sensación extraña. Esa intuición por la que te dejas llevar sin razonar ni preguntarte hasta dónde, pero a la que te entregas confiado porque transmite la impresión de que avanzas por un camino seguro. Bajo el paraguas de la sabiduría inmanente en las cosas que te rodean.
Salomón Harari tuvo un presentimiento. Se alzó de repente y se dirigió decidido hacia el anaquel de los libros antiguos. Consultó presuroso un arcano volumen hebraico, hojeando sus páginas con avidez. Se detuvo en una de ellas. Siguió con atención la lectura de un párrafo guiada por el índice, mientras descifraba en un folio en blanco la gematría de sus palabras. Absorto, se paró, alzó la vista, frunció el ceño y perdió la mirada rumiando pensamientos en silencio. Después, se dirigió a su escritorio y comenzó a emborronar frenético decenas de folios.
En los días sucesivos continuó encerrado en su biblioteca que apenas abandonaba para comer. Se entregó a un ritmo de trabajo endiablado. Pidió que no se le molestara. Se afanó en su empeño sin parar. Dormía poco o nada, y cuando caía rendido por la fatiga, se animaba al improviso al desvelo de los pensamientos que acaso le abordaban en aquel estado de ensueño. Tras una noche de vigilia, el día le sorprendía laborando. Su mujer insistía para que descansara, tomara un bocado y repusiera fuerzas. Él lo rehusaba la mayor parte de las veces. Inmerso en una labor febril, no se detuvo durante seis días seguidos escribiendo sin parar; si hacía una pausa, parecía ordenar ideas o se alzaba a consultar algún texto.
Al séptimo día, se levantó con aire de satisfacción, pensativo y en silencio. Saboreando inusualmente aquella hora de la mañana como si se tratara de un sabbat.
A eso del mediodía, mientras sonaban las campanas de la catedral de Estrasburgo, Salomón Harari se sintió indispuesto y se retiró a su cuarto. Notó una punzada en el hombro que seguido localizó en el pecho. Ante su esposa él lo atribuiría a la excitación del momento o acaso a la extenuación. Sin embargo, todo apunta a que el galeno era conocedor del significado de aquel achaque. Después se quedó dormido y ya no volvería a despertar.
Los legajos de documentos que recogían las conclusiones elaboradas por Salomón Harari en mil novecientos tres fueron descubiertos por un erudito cuarenta y nueve años más tarde. El manuscrito sería publicado en alemán en mil novecientos cincuenta y dos por una pequeña casa editorial de Zúrich, bajo el título: Die unendliche Ziffer [2].
Fue en la biblioteca de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich donde la doctora Alba Romano localizaría un volumen desvencijado de la obra póstuma de Harari. El hallazgo resultó fortuito. Las teorías contenidas en este opúsculo de apenas un centenar de páginas serían revolucionarias para los avances en física cuántica en los años venideros. El guarismo infinitivo de Salomón Harari fue reeditado en el dos mil veinte. La edición incluiría notas y comentarios de la doctora Romano. Esta obra resultó clave para que, cuatro años más tarde, un equipo de investigadores del laboratorio del Consejo Europeo para la Investigación Nuclear de Ginebra protagonizaran un sorprendente descubrimiento. Se verificarían, entre otras tesis, la teoría de los universos paralelos y la concurrencia de un número infinito de ellos y, por ende, de una sucesión de existencias. Quién sabe si en una de ellas Salomón Harari emborronaría folios en blanco en una biblioteca.
[1] Se conoce como gematría al método exegético que se fundamenta en que cada una de las letras del alfabeto hebreo tiene un valor cifrado o guarísmico según el cual cada palabra forma un número y cada número posee un significado.
[2] El guarismo infinito.
[Cuento del libro Historias sefardíes de Luis Rivero. 2017, Editorial Mercurio (Narrativa)]
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HAMMAN (EL BAÑO TURCO)
©Luis Rivero #
Mientras Montse me hablaba de su viaje a Estambul, iba despertando en mí un creciente interés lascivo. De entre las maravillas de la capital bizantina, me reseñó con especial entusiasmo su visita al hamman. Me contaba las excelencias de los masajes recibidos de unas señoras con pechos desnudos e inmensos que, sudorosas, refregaban su cuerpo húmedo, en medio de vapores de agua caliente. El relato fue suficientemente sugerente como para encender en mí la chispa de la pasión, que esta vez se me antojaba exótica, lejana y desconocida.
Aquél mismo mes de septiembre partí hacia Estambul, presto a descubrir los misterios de sus calles, sus bazares y sus intimidades más húmedas y ardientes. Paseaba por la vieja Constantinopla para familiarizarme con ella: la avenida de Istiklal, las mezquitas, el Gran Bazar, el Estrecho del Bósforo, el Puente de Gálata… Exploré los territorios más lúgubres y marginales de la gran metrópoli. Hasta que un día me decidí a realizar la visita más ansiada, y descubrir los secretos ocultos del hamman. Yo anhelaba ponerme en manos de aquellas mujeres de frondosos pechos para lim- piar mi cuerpo y relajarme. En tanto, alimentaba mi imaginación con todo tipo de fantasías.
La noche anterior tuve un sueño muy extraño. Me veía a mí mismo en el hamman, en medio de nubes de vapor de agua. Entre la bruma apareció un ángel que salía a recibirme. Cuando me acerqué, observé que tenía unos pechos enormes. El ángel me acogió entre sus senos. Éstos parecían hacerse todavía más grandes; yo me percibía cada vez más pequeño. Hasta quedar reducido a un ser minúsculo e indefenso ante aquel par de mamas gigantescas que amenazaban con aplastarme. Empecé a gritar desesperadamente por liberarme de la presión que ejercían aquellas tetas descomunales sobre mi cuerpo. De ellas comenzaron a manar leche, como una fuente inagotable. El líquido, espeso y blanco, inundaba la cámara. Mostraba dificultad para permanecer en pie sin ser cubierto. Movía los brazos y las piernas para mantenerme a flote, hasta que el nivel del fluido lácteo llegaba casi al techo. Quedaba sólo un reducto de aire en la bóveda. Yo me agitaba con desesperación tratando de seguir flotando y respirar el poco oxígeno que restaba…
Me desperté gritando, empapado en un sudor frío. Todavía con la respiración jadeante, tomé consciencia de que todo había sido un mal sueño. Miré la hora, y quedé pensativo. Me preguntaba si no sería un sueño premonitorio que me advertía de un eventual peligro en mi pro- yectada visita a los baños turcos. Pero a aquellas horas de la madrugada eran más las ganas de seguir durmiendo que enredarme en interpretaciones oníricas. Me di media vuelta y concilié de nuevo el sueño.
A la mañana siguiente, me desperté dispuesto a hacer frente al reto. Mientras desayunaba en la cafetería del hotel, rondaban en mi cabeza algunas de las imágenes del sueño de la noche anterior. Relacionaba aquél episodio nocturno con las sesiones de psicoanálisis. Y me dio por pensar que si la atracción por aquellas mujeres y sus excelencias mamarias no serían más que reminiscencias edípicas del periodo de lactancia en mis primeros años de vida. Como había referido en una de las sesiones con mi psicoanalista, de pequeño era un mamón de campeonato. Y estuve agarrado a los pezones hasta bien pasados los tres años. Según me contaban, no quería despegarme de la teta, y repudiaba cualquier otro alimento si no se me re- compensaba, al menos para el postre, con una generosa ración de leche materna.
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Seguí hilvando pensamientos y flashes que me arribaban, como en una de mis sesiones de psicoanálisis. Hasta que me alcé decidido a desvelar aquél enigma que se presentaba en medio de la gran metrópolis. Estaba dispuesto a afrontar la realidad. Quería mirarla a la cara y descubrir si había sido un sueño premonitorio que me alertaba, de una manera rebuscadamente metafórica, de un eventual peligro. O confirmar, acaso, que la fascinación que sentía por las damas turcas del hamman tenía algo de morboso que me portaba a lo más recóndito del complejo edípico. Había decidido que aquella misma tarde iría al hamman y revelar el misterio.
Una lluvia persistente caía sobre la gran Estambul, invitando a refugiarme sin excusas en el hamman. Preferí lo auténtico, y evitar los baños de los hoteles, acondicionados para turistas. Así que me fui a un lugar con solera: el Çemberlitas Hamman, se llamaba. Por entonces, era un lugar exclusivamente para turcos, y algún que otro intrépido turista.
A la entrada, un anciano con bigote y cabello blanco me entregó un par de toallas a cuadros que parecían manteles de cocina para uso cotidiano. Pasé a un vestuario con taquillas viejas y puertas de madera con candados. Me enfajé uno de aquellos manteles a cuadros a la cintura y me calcé unas babuchas rígidas de plástico. Entré chancleteando a aquél lugar húmedo y vaporoso donde se percibía una atmósfera añeja. Atravesé la arcada de la antesala, y un montón de tíos con bigotes negros clavaron sobre mí sus miradas al unísono. Parecían personajes salidos de una novela negra. Mafiosos que se reunían entre vapores para conspirar y tramar fechorías. Aquella escena alimentó mi imaginación. Me desplacé lentamente hasta la pared, como buscando la protección del mármol para cubrir mis espaldas, por temor a que una daga traicionera atravesara mi costado. Después de mirarlos y remirarlos, entre la curiosidad y la desconfianza, me di cuenta de que era gente normal y corriente. Que aprovechaba la tarde del jueves ―víspera del día festivo musulmán― para tomar un baño y relajarse.
Seguí avanzando hacia la sala contigua. Entré en una gran cámara hexagonal de mármol, coronada por una cúpula con óculos en forma de estrellas de ocho puntas. De éstos descendían halos de luz humeantes que se proyectaban sobre el suelo bañado. Caminaba lento, esperando ser recibido por media docena de musas de suculentos senos. Como en un harem de un cuento de Las mil y una noches. Apenas tuve tiempo de saborear aquél instante antes de que mi gozo se precipitara en un pozo…
Sí, serían una media docena, pero de hombres forni- dos con poblados bigotes que esperaban de brazos cru- zados la llegada de algún cliente.
―¡Ostras! ―exclamé medio asustado―. “Esto no es lo que yo esperaba”, pensé, mientras miraba a aquel tipo bigotudo de cien kilos de peso y pelo en el pecho. Parecía más un ex legionario metido a luchador, que un masajista. El forzudo me hizo ademán con la mano, invitando a acomodarme…
Mi amiga Montse, en su desconocimiento, no me lo había advertido. Como mismo en el hamman femenino eran mujeres las que masajeaban, en el hamman masculino tenían que ser hombres. Y no las tetonas que yo esperaba. Porque, además, estábamos en Turquía. (“Por si no te habías enterado, pedazo de ignorante”, pareció recriminarme, con cierto retintín, la voz de mi propia conciencia). Eso sí, los hombres iban a pecho descubierto, y mantel de tela a cuadros fajado a la cintura, como mismo me las había descrito Montse.
Aquél hombre, parecía un “quebrantahuesos”. Me hacía sentar, levantarme o tirarme por el suelo, inmovilizándome con todo tipo de lances como si fuera un yudoca. Hizo crujir todos los huesos de mi cuerpo. Y a ver quién le decía nada a aquél gigante. Yo, intuyendo los beneficios de aquella tortura, decidí resignarme y le dejé hacer su trabajo. Pero en una de éstas, en posición decúbito prono, se puso ―literalmente― de pie sobre mi espalda y comenzó a caminar sobre ella. No pude más que expulsar el aire en una exhalación liberatoria mezcla- da con un grito abortado de ahogo, cuando sentí a aquel “animal” de cien kilos, de pie sobre mi espalda. “Este tío me hace papilla o me destroza una vértebra” ―pensé―. Pero se ve que el turco conocía bien su oficio, y había calculado que mi espalda aguantaba (claro, con veintitan- tos años era otra cosa).
En aquel momento, me vino la imagen del sueño de la noche precedente, en la que me veía aplastado por las tetas de un ángel sexuado. Fue casi la misma sensación de ahogo y opresión que ahora sentía entre los pies del gi- gante y el mármol del pavimento. Luego pensé si el sue- ño había sido premonitorio o liberador de lo que ―al parecer de mi psicoanalista― era una fijación edípica.
Lo cierto es que sobreviví a aquel masaje (por llamarlo de alguna manera). Hasta terminé por cogerle el gusto al hamman, el cual frecuenté a partir de entonces. Y ello, a pesar de mi decepción por la ausencia de las mujeres pechugonas que había creado en mi fantasía. Me convertí en un asiduo del Çemberlitas Hamman, y, como cualquier turco de a pié, iba cada tarde a tomar el baño.
Ya de regreso de mis vacaciones, en la primera sesión que tuve, relaté a mi psicoanalista el extraño sueño de aquella noche en la vieja Constantinopla. No le conté de la motivación de mi viaje por temor a ser tachado de depravado. Pero, no obstante la interpretación que a él le merece, a mí me siguen fascinando esas sinuosas formas femeninas. Yo le digo que para mí es algo normal. Tan natural como mismo todos los turcos llevan bigote.
No puedo evitarlo. Apenas salgo de mi sesión semanal de psicoanálisis, mientras camino por la calle y todavía resuenan en mi mente sus palabras, yo miro siempre de frente. Buscando dos voluminosos senos que se balancean al ritmo del andar de la musa portadora. Lo mío debe de ser una fijación edípica recalcitrante.
¿Y saben lo que les digo? Que me da lo mismo, de algo hay que morir.
[Este cuento pertenece a la colección publicada en el libro Vivir del cuento de Luis Rivero. Editorial Mercurio]
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Fotografía by Paolo Caporossi
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