Cuaderno de viajes “Todos merecen tomar un buen café”

El otro día, ordenando papeles, encontré el billete de Interrail con el que viajé por primera vez por Europa, hace ya un montón de años. El Interrail –para quien no lo sepa– era un billete internacional para jóvenes que podías adquirir en las oficinas de la RENFE por el módico precio de 14.000 pesetas y que te permitía viajar en ferrocarriles de casi toda Europa de manera ilimitada durante un mes. Este billete que se expedía como una especie de cartilla fue muy popular en su tiempo entre los jóvenes europeos. El viaje en tren revestía entonces cierto halo de romanticismo del que carecen los vuelos de las compañías aéreas de hoy en día. Marcaban el tempo y las pausas de las que siguen gozando las largas travesías en navío. Más allá de las connotaciones e inspiración espirituales y simbólicas que rodean el viaje, viajar en tren planteaba el reto de la aventura. Aventura que emprendías con una mochila a la espalda cargada de incertidumbres, pero también con muchas ganas de ver mundo. En particular, recuerdo mi segundo viaje con el Interrail que tenía como meta llegar hasta Yugoslavia, recorriendo España, Francia e Italia. La aventura del viaje venía marcada, en parte, por la cantidad de personajes pintorescos con los que te puedes tropezar en los vagones de un tren. El azar a veces va juntando elementos tan dispares que parece que nos gasta una broma. La Yugoslavia de Tito despertaba en mí una mezcla de curiosidad y la excitación que producía atravesar el telón de acero. Después de un largo periplo italiano, cogí el tren desde Venecia a Belgrado, vía Trieste. Era de noche y a medida que el tren se acercaba a la frontera subía cada vez más gente. Encontré acomodo en uno de los compartimentos en los coches de segunda clase. El compartimento, de ocho plazas, estaba ocupado por tres trabajadores yugoslavos emigrados a Italia que regresaban a su país por vacaciones. Se mostraron muy amables conmigo. Uno de ellos, el más joven del grupo, resultó ser el más hablador y trató de entablar conversación. Me preguntó que de dónde era. Cuando le dije que era español, enseguida soltó orgulloso que un amigo y paisano suyo jugaba al fútbol en la Primera división de la Liga española, en el Valladolid. Me dijo el nombre del futbolista, pero no lo recuerdo. Efectivamente en aquella época había un par de yugoslavos que militaban en el equipo vallisoletano. Este hecho banal pareció ser una feliz coincidencia que justificó todo tipo de atenciones por parte de mis «anfitriones». La verdad es que no recuerdo en qué lengua nos entendíamos, si en italiano, si en inglés o en una mezcla de todo un poco poniendo énfasis en la gestualidad. De manera que allí estaba, en un vagón de segunda, abarrotado de gente, en su mayoría trabajadores yugoslavos que regresaban a su país viajando durante toda la noche, en un compartimento de ocho plazas con mis tres «compañeros» de viaje. Los yugoslavos custodiaban el recinto como si fuera suyo, habían cerrado la puerta y corrido los visillos para que no nos importunara nadie. Avanzada la noche insistieron que descansara permitiéndome abrir la butaca convertible en cama, por lo que pude dormir a pierna suelta. Mientras, fuera, en los pasillos, había una pila de gente apiñada en pie o sentada en el suelo. Y nosotros cuatro allí tan cómodos en nuestro compartimento. La situación era bastante embarazosa. Uno de mis anfitriones, el mayor de ellos, que parecía llevar la voz cantante, era el que más malas pulgas tenía. Espantaba con boato a quien osara intentar penetrar en nuestra suite. Cuando estábamos llegando a la frontera, el amigo del futbolista del Real Valladolid sacó de una bolsa un impecable terno de marca italiana, nuevo, con sus etiquetas y todo, y se cambió. Después dejó a la vista una cámara fotográfica nuevecita y me pidió por favor que si me preguntaba la policía aduanera que les dijera que la cámara era mía. Comprendí que podía ser incautada por los aduaneros, al igual que el traje recién comprado. Ahora empezaba a atar cabos y a entender tanta amabilidad y atenciones hacia mí. Efectivamente, cuando el tren se detuvo en la frontera de Trieste, el aduanero entró en nuestro compartimento, echo un vistazo alrededor, detuvo su mirada en la cámara fotográfica y la señaló haciendo un gesto como pidiendo que le confirmase  si era mía. Yo asentí con un leve movimiento  de cabeza. Se dio la vuelta y continuó inspeccionando el resto del vagón. Los yugoslavos se quedaron muy contentos y agradecidos. El tren siguió su curso hacia Belgrado parando en cada estación. Yo dormía plácidamente, pues, esto no lo he dicho, pero una de las primeras cosas que aprende un mochilero (así llamaban a los viajeros Interrail) es a viajar por la noche en rutas más o menos largas y aprovechar para dormir durante el viaje y ahorrarte así la pernoctación en un youth hostel. Antes de llegar a Belgrado salí de mi compartimento para ir al lavabo. En la parte trasera del vagón me encontré a los yugoslavos abriendo una trampilla de donde comenzaron a sacar grandes paquetes de café; kilos y kilos de café italiano que introducían ilegalmente en el país. Los yugoslavos resultaron ser contrabandistas de café. El revisor merodeaba por allí sin intervenir y haciéndose el loco, lo que le delataba claramente. Esto me indujo a pensar que él también estaba en el ajo. Debía de tratarse de un funcionario corrupto al que los contrabandistas habrían sobornado con unos cuantos kilos de café.

Años después leyendo un poemario de Ana Jordá, una poeta amiga mía e inmerecidamente desconocida, en un libro titulado Zona desquiciada describe una escena similar en un poema que se titula «Entre mares», en el que retrata impresiones de distintos viajes, con simplicidad y belleza, y del que trascribo los dos primeros párrafos:

«La biblioteca de Boston hervía de posibilidad, desde

entonces, la palabra “Nilo” sonaría siempre a oráculo.

Los contrabandistas de desodorantes y cremas de afeitar,

desmantelaron eficazmente los asientos del tren en

Yugoslavia y nos regalaron el mechero» […].

Hacía mucho calor en Belgrado aquel verano y las fotografías del mariscal Tito todavía pendían omnipresentes en tiendas, bares y heladerías. La Yugoslavia de la época la recuerdo como una sociedad aparentemente moderna y próspera. Me sorprendió ver coches de marcas occidentales. Algo que la diferenciaba  del resto de los países del Este. Ignoro por qué razón introducían en el país el café italiano de contrabando, considerando que se podía comprar un coche fabricado con la licencia de la FIAT, como era el Zastava. Quizás no se conseguía o era caro y difícil de adquirir. Cierto que para los que somos cafeteros exigentes el contrabando de café en tales circunstancias está más que justificado. El café italiano tiene fama de ser el mejor de todos. Lo que no deja de ser una paradoja, pues Italia no es un país productor. Pero la torrefacción que le dan los maestros tostadores italianos y el cuidadoso proceso de elaboración lo hacen único. Esto me recuerda la importancia que tiene el café en lugares como Nápoles. Existe una tradición napolitana que en los bares llaman el caffé sospeso. Consiste en que alguien deja pagado el  café para otra persona a la que no conoce y que puede presentarse en cualquier momento. Se trata de personas menesterosas que no tienen dinero para tomar un café. Tal es la importancia que se le da a esta infusión que es inconcebible que alguien se quede sin saborear un buen expreso.

La verdad es que nunca entendí ese celo con el que los regímenes socialistas de la época protegían a sus ciudadanos de la vorágine del consumo proveniente del Occidente capitalista. Al final lo que producía, más que un efecto disuasorio frente a las tentaciones consumistas, era un estímulo guiado por la curiosidad y el deseo de lo prohibido. Y lo cierto es que, tras el desmoronamiento de los distintos «regímenes», muchos de sus ciudadanos se han convertido en consumidores compulsivos. Pero en cuanto al sacrosanto derecho de tomar buen café,  los contrabandistas que conocí en aquel tren a Belgrado no podían aspirar a menos y se consideraban merecedores de ello y, democráticamente, daban tal posibilidad a sus conciudadanos. Si es verdad que hay fenómenos cíclicos que se repiten en la historia, quién sabe si un día no lejano volveremos al estraperlo y al contrabando de café.