Cuaderno de viajes: El penúltimo viaje del Zorba

Luis Rivero. Publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia/DLP del sábado 27 agosto 2022.

Siempre me he sentido fascinado por la idea clásica del ecologismo militante. Y confieso que me suscitaban admiración aquellos barbudos con aspecto jipi, activistas de Greenpeace, que arriesgaban la vida lanzándose en lanchas neumáticas tratando de impedir que los cargueros arrojaran al mar barriles con residuos radioactivos. En aquellos años me hice socio de la organización ecologista. En momentos íntimos, apreciaba con orgullo mi carnet y recibía regularmente las publicaciones en papel reciclado. A aquellas alturas no estaba al corriente todavía de la posición política adoptada por la ONG frente a lo que sería la segunda Guerra del Golfo y otras cuestiones poco claras que enturbiaron con el tiempo el prestigio que me merecía esta organización, pero de las que no voy a hablar ahora.

Entre las actividades de las que podían participar los asociados de Greenpeace estaba la de navegar en una suerte de «buque escuela» que servía de sede flotante de un aula de la naturaleza, por así decirlo, donde se impartían clases sobre nociones básicas del medioambiente marino y llevaban a cabo actividades didáctico-recreativas como era el avistamiento de cetáceos unido a labores de recogida de plásticos y limpieza del litoral, y cosas por el estilo. Este barco era el Zorba, un velero de 18 metros de eslora, con casco de madera y habilitado con 5 camarotes y un total de 12 camas. Al timón, un capitán de navío experimentado y contratado por la organización para tal menester. El resto de la tripulación eran voluntarios de Greenpeace entre los que había una monitora que impartía las charlas divulgativas y dirigía otras actividades. El barco navegaba por el mediterráneo y tenía su base entonces en el puerto de Palma de Mallorca. De manera que resultaba muy atractivo para el que decidiera embarcarse en una pequeña aventura sin correr grandes riesgos, lo que lo hacían que una plaza en el Zorba estuviera muy demandada, sobre todo en los meses estivos. Así fue  como en octubre de 2002 me propuse embarcar en el Zorba para navegar en torno al archipiélago balear.

            Zarpamos un 30 de septiembre del puerto de Palma y nos dirigimos, a merced del viento, a un punto desconocido de la isla de Mallorca. El segundo día a bordo, la cocinera, una miembro de la tripulación voluntaria que presumía de ser «budista y vegetariana»  –así se definía ella– pero a la que le encantaban el jamón patanegra y los langostinos del número 7 –decía– por toda excepción a su vegetarianismo estricto, nos sorprendió con unos bocadillos de alguna delicatessen  vegana que ahora no recuerdo, aderezados con una mahonesa que me sentó fatal, estado que se vio agravado por la fuerte marejada y el bamboleo al que sometía el barco, unido al mal de mar propio de los primeros días de navegación. Así que ese día me pasé buena parte de la travesía echando la pota por la borda. Estuvimos navegando los días sucesivos en busca de alguna playa que limpiar de bolsas de plástico y bastoncitos para los oídos que la gente tira en el inodoro sin  ser consciente de estar arrojando plástico al mar, pues las depuradoras de aguas fecales no degradan el plástico con que se fabrican los bastoncitos –por si alguno no lo sabe– y el Mediterráneo es lo que se dice un mar cerrado, lo que facilita la acumulación de basura en sus aguas y dificulta su degradación. También pasamos una jornada de navegación rumbo a Cabrera, equipados de prismáticos tratando de avistar delfines. No vimos ni uno. Pero el archipiélago de Cabrera nos brindó la oportunidad de realizar varias excursiones a pie por su litoral. En uno de los debates que se suscitó, me enteré por pura casualidad del motivo por el cual la dirección de la organización ecologista, sin el consenso de las bases, había decidido mantener una posición «neutral» en cuanto a la condena o no de la inminente invasión de Irak en 2003, la cual se venía gestando desde el 2001. Lo que en la práctica vendría a implicar un apoyo encubierto a la campaña belicista puesta en marcha por el Pentágono. El hecho determinante en esta toma de posición fue el claro rechazo que la organización había mantenido respecto a lo que se conoce como primera guerra del Golfo (1990-1991) y que trajo como consecuencia, según la dirección, las bajas masivas de asociados norteamericanos heridos en su «orgullo patrio» por la posición antibelicista de la ONG. Este resultado llevó a la dirección americana (con algunas reticencias desde Europa) a no consultar con sus bases la postura de silencio cómplice adoptada más tarde durante la invasión de Irak o segunda guerra del golfo (2003).

Circunnavegando la isla de Menorca, llegamos a un pequeño puerto de cuyo nombre no consigo acordarme, donde intentamos atracar para hacer noche. El atraque resultó imposible por el mal estado de la mar que comprometía la seguridad del barco. De manera que el capitán, cauto, decidió fondear en la bahía del puerto. El mar estaba muy agitado y el balanceo hizo que tuviéramos que acondicionar las literas con una red lateral para impedir acabar por los suelos mientras dormíamos. No obstante el vaivén al que nos sometía el mar, logré conciliar el sueño levemente.

[…] Apenas recogimos ancla y desplegamos velas al abandonar la ensenada, el capitán Pau, un viejo lobo de mar, cascarrabias y borracho que llevaba un parche en el ojo comenzó a dar órdenes con boato hasta llegar a atemorizar a los más jóvenes que imploraban por volver a puerto. Ya en altamar, fuera de las aguas jurisdiccionales, para ser precisos, mandó a izar la bandera negra con dos tibias cruzadas y una calavera. Algunos miembros de la tripulación se habían enrolado dando crédito a las falsas promesas del capitán Pau hasta darse cuenta cuando ya era demasiado tarde que su aventura o desventura no tenía vuelta atrás. La marinería estaba compuesta de gentuza y aventureros contratados por cuatro perras y su ración diaria de ron o seducidos por participar en el reparto de un buen botín al final del viaje. Después sabríamos que esta escoria era en su mayor parte delincuentes de medio pelo, borrachos y vividores alistados en tugurios y lupanares de los arrabales del puerto.

La tan sola visión del capitán Pau impresionaba. Vi su imagen reflejada en el espejo del baño. Lo miraba con disimulo mientras se acicalaba la barba, trenzándosela y enganchándose unas argollas en los lóbulos de las orejas a la antigua usanza de los piratas de otros tiempos. Vestía una casaca roja de época que le daba un aire de corsario inglés.

Una noche logré escuchar algunas conversaciones entre los miembros de la tripulación en la que referían a un punto de destino: «el puerto de Orán». Era difícil seguir el hilo de la conversación entre tanto griterío y borracheras, pero también escuché cierta referencia al «mercado de esclavos». Después logre oír otra palabra suelta que me puso los pelos de punta: «eunucos». De lo que pude deducir que la embarcación se dirigía rumbo sur-suroeste al puerto de Orán, en Argelia, y que las intenciones de aquellos malnacidos era la de vendernos como esclavos en el mercado de la ciudad; y sospecho para ser castrados y destinados a servir como eunucos en el harem de algún jeque árabe.

Era una noche sin luna y el faro de Orán parpadeaba en lontananza bajo un cielo límpido y sembrado de estrellas. El navío se deslizaba con ligereza sobre las olas, en empopada. El azar quiso que al improviso se desatara un temporal de mil demonios que hacía zozobrar la nave y comprometía su estabilidad. Se vieron obligados a arriar la mayor y navegar solo con el foque, lo que ralentizó la travesía y retrasó considerablemente nuestro arribo a puerto. Un golpe de mar me arrojó sobre la red lateral de mi litera e hizo que me despertara de un sobresalto. Por fortuna todo había sido un mal sueño. Pero a mí me mosqueaba mucho cuando desplegaban la bandera pirata en el mástil del popa.

Poco después concluiría lo que sería el penúltimo viaje del Zorba tras de varios años al servicio de la labor divulgativa y de concienciación medioambiental. Nos dijeron que lo llevaban al varadero para el desguace. Pero años después supe que un aventurero lo adquirió de la organización y lo reparó para dar la vuelta al mundo.  Me consuela saber que aquel barco marinero de antropónimo griego continúa surcando las aguas como viejo lobo de mar.