Dios castiga sin piedra ni palo

Dios castiga sin piedra ni palo

Luis Rivero. Suplemento Cultura de La Provincia/DLP

 

El origen y el anonimato de los refranes nos lleva la mayoría de las veces a considerar que estos son fecundados por la propia intuición, por la experiencia vital, por el ingenio –a veces mordaz o irónico–, por la observación cotidiana de los distintos elementos del entorno y, en definitiva, por la sabiduría del pueblo adquirida durante siglos. Pero también son reflejo de las propias creencias. Creencias que a veces van de la mano de la fe y de la religiosidad de la comunidad que construye sus propias «verdades» aforísticas que a la postre funcionan como principios orientadores en la vida y sus vicisitudes, a modo de adoctrinamiento colectivo.  

         En una sociedad como la nuestra que hunde sus raíces culturales en la tradición judeocristiana es muy difícil sustraerse a tales influencias. Y buena prueba de ello es la gran cantidad de modismos, expresiones y refranes que ponen a Dios por testigo o como protagonista de su enseñanza. Por citar algunos aforismos antiguos: «Dios está en el cielo y ve las trampas»; «Dios sabe la verdad de todo»; «Dios hace salir el sol sobre buenos y malos»; «Dios está en el cielo y juzga los corazones». Algunos de estos –recogidos ya en el Quijote– son transcripciones cuasi literales de pasajes de la Biblia. Pero constatamos también otros viejos refranes muy usuales, como el que dice: «Dios aprieta pero no ahoga» o «a Dios rogando y con el mazo dando». Todos ellos dejan clara su marcada influencia religiosa. 

La paremia comentada, «Dios castiga sin piedra ni palo» (que es una de las varias versiones que conocemos), forma parte del refranero popular español, pero su  uso ha encontrado acomodo en el repertorio aforístico insular, hasta el punto de que casi ha adquirido carta de naturaleza en el habla isleña. Este dicho con impronta marcadamente bíblica viene a significar que quienes obran mal, reciben su merecido castigo de manera inesperada, a veces incomprensible y sorprendentemente. 

Nos sugiere la idea de un principio retributivo que se explica en base a una suerte de justicia kármica de la que parecen estar dotadas ciertas creencias y expresiones que así lo acreditan. Por otra parte, la matriz judeocristiana es patente. El dicho evoca la imagen del dios de la Biblia (entiéndase del Antiguo Testamento). Imagen que se corresponde con la de un dios justiciero que a veces ofrece las Escrituras y que tan pronto se puede mostrar «compasivo y misericordioso» (Éx 34,6), como transformarse en el dios «guerrero» (Éx 15,3), «vengador» (Nah 1, 2) «fuego devorador, un Dios celoso» (Dt 4, 24),). En definitiva, un dios vengativo y terrible que a menudo amenaza a sus propios secuaces con carantoñas tales como esta: «Daré suelta sobre vosotros al terror, a la tisis y a la fiebre, que os abrasen los ojos y os consuman la vida» (Lev 26, 16); u ordenar respecto a sus enemigos dar «muerte a hombres y mujeres, a muchachos, niños de pecho, a vacas y ovejas, a camellos y asnos» (1Samuel 15, 3).

Y en esa especie de bipolaridad «divina» con la que se manifiesta este Elohim bíblico, entre dios misericordioso y dios vengador [al menos así se deduce de la lectura literal del A.T., auténtica compilación etimológica de buena parte de nuestro refranero], aparece un ecléctico dios justo y ecuánime que «premia a los buenos con el cielo y castiga a los malos con el infierno», según pregonan los cánones de adoctrinamiento. Y este parece ser el soporte ideológico del dicho aquí comentado. Sentencia que cuando se proclama como admonición, visto lo visto, es para «agarrarse los calzones» o como también se suele decir: «que Dios nos coja confesados».