El hombre que no sabía rezar (cuento)

El hombre que no sabía rezar            Los hechos que ahora les refiero sucedieron en Lanzarote, y allí los sitúo. Tal como los escuché así se los cuento. Dicen que pecaba de todos los malos vicios que puede tener un hombre: le gustaban las copas, las mujeres y los pleitos. Había meses que se fundía medio sueldo en el altar del vicio. Los viernes y los sábados eran sagrados para él. Y no porque profesara religión alguna que así lo prescribiera. Como si obedeciera un ritual, al soltar los viernes por la tarde, se zafaba y casi se olvidaba de quien era. Si un viernes tocaba ir de putas: allí estaba él, el primero. Otro viernes eran las copas en el bar de Pedro; donde se ganó fama de portero: el bar no cerraba hasta que él no se fuera. Y en cuanto se ensalsaba un poco, ya estaba buscando pleito y se liaba a piñas con el primero que fuera. No era raro que más de un viernes por la noche durmiera en el cuartelillo. Era un juerguista redomado. Su nombre verdadero no importa, todos lo conocían por Pancho el Jeito. Todo un personaje en el barrio. Obrero de la construcción. Era bueno en lo suyo, trabajador como el solo; pero las copas lo perdían. Así le fue. Al cabo de los años, una cirrosis hepática acabó con su desgraciada vida. Había quien decía que no fue sólo la bebida, también fue la pena. Dejó viuda y tres hijos. En honor a la verdad, hay que decir que la familia descansó cuando Pancho se marchó al otro barrio. Su mujer, lo quería; pero todo tiene un límite. Sus hijos, más que un padre, tuvieron vergüenza. Vergüenza ante las miradas compasivas de las vecinas, y las burlas de los chiquillos en la escuela. Fue un viernes de primeros de mes. Todavía no habían cobrado. El personal se ponía nervioso cuando pasaba del día uno y el patrón no les había pagado. Pero eso no era excusa para Pancho. Él se plantaba como cada viernes por la tarde después de soltar en el bar que tocara. Casi siempre era el bar de Pedro, porque si faltaban las perras podía beber de fiado. Cuando no bebía de gorra. Eso sí, antes de salir se aseaba en la misma obra y hasta se lavaba con jabón para oler a limpio. Serían las siete de la tarde. Pancho, como siempre, jugaba a las cartas con los amigos y se apostaban las copas. Fue entonces cuando entró aquél pobre chico. Todos le miraron con curiosidad e indiferencia. Como se mira a un forastero en un vistazo de reconocimiento. Siguieron jugando a las cartas y entre partida y partida, otro ron. La borrachera les ganaba la partida. Hasta que aquel pobre se lo ocurrió abrir la boca. Para qué fue aquello… – ¡Coño, un godo! –exclamó uno–. Las cartas de repente dejaron de interesar. Poco a poco, y como quien no quiere la cosa, empezaron a ponerse en pie los hombres. Fueron disponiéndose por un lado y otro de la barra, rodeando al forastero. Como se rodea a un cordero para después degollarlo . Juan El Largo empezó instigando al muchacho. Cada vez que decía algo, con aquel acento peninsular, más intratable se mostraba la cuadrilla. El chico no quería follones. Se notaba que no era mala persona. Estaba cumpliendo el servicio militar y era pretendiente de una chiquilla del barrio. Pacho dijo: –¡Ponle un ron al godillo! –No, yo no bebo, muchas gracias –dijo educadamente el muchacho–. Además esta noche tengo imaginaria, estoy haciendo la mili. –¡Usted se toma un ron, coño, como un hombre! –exclamó Pancho, algo alterado ante la negativa del forastero–. Y así fueron acosándolo. El muchacho quiso marcharse, pero le trancaron el paso. Entonces lo agarraron entre cuatro. Pancho lo cogió por el cogote. Otro lo trincó por el pescuezo para que abriera la boca. El Jeito le metió la botella como pudo entre los dientes. El chico empezó a dar gritos. Y por cada grito que daba, puñetazo que le largaban. El pobre muchacho, añusgado, empezó a toser; apenas podía gritar y malamente respirar. Pedro el del bar les reprendió que ya estaba bien. Que eran unos abusadores. Que dejaran al chiquillo tranquilo. Que si no iba mandar a llamar a la guardia civil. El muchacho se zafó como pudo y le largó un viaje a Pancho para quitárselo de encima. El Jeito salió disparado contra una de las mesas. – Tiene fuerza, el cabrón –exclamó uno de ellos–. – ¡Ahora vas a ver, godo-mierda! –imprecó Pancho, como entonando un grito de guerra–. Agarró por los pelos al chico y le juró que se bebería la botella de ron enterita. Para cobrarse el empujón que le había dado, le propinó un rodillazo en el estómago que casi lo dejó sin aliento. Después le hundió la botella hasta la garganta. El chico no pudo más que balbucear: –Déjenme, por favor, que me están reventando el alma. Mientras caía al suelo, su mirada se cruzó con la del Jeito. No era una mirada de odio. No había rencor ni rabia. Era un encaro de compasión. El chico no dijo nada, pero sus ojos hablaban por él. Todo el dolor y humillación que vio en lo profundo, a Pancho se le clavó en el pecho. De repente sintió repugnancia por lo que estaba haciendo. Y se dio cuenta que era una ruindad muy grande. Que aquello no se le hacía ni a un perro. Y que no era de hombres, sino de cobardes, el cogerla con un chiquillo que estaba haciendo el servicio militar y que casi no podía ni defenderse. Él era consciente de eso porque también había servido en el ejército español. El Jeito se quedó parado. Soltó al chico y después lo hicieron los otros. Pancho estaba callado y no se atrevía ni a alzar la vista para mirar al muchacho. Sus ojos se clavaron en el suelo. Entonces, Pedro el del bar dijo que aquel muchacho estaba mal; que era mejor llamar una ambulancia. El chico vomitó hasta las entrañas. Largaba sangre por la boca y lloraba como un descosido. Trataron de enmendar el mal hecho, ayudándolo a levantarse. Le dieron agua y Pancho le ofreció el pañuelo para que pudiera limpiarse. Entonces le volvió a mirar. Los ojos de Pancho se nublaron. El Jeito salió del bar para que no lo vieran llorando. No durmió aquella noche. Al día siguiente, Pancho se levantó temprano. Era sábado, día de descanso. Su mujer se extrañó verlo en pie tan de mañana. Y más le sorprendió que no estuviera malhumorado y gritando como los días de resaca. Que, como un calendario litúrgico, eran todos los sábados, domingos y fiestas de guardar. A Pacho le temblaban las manos mientras se bebía el café en silencio. Con la mirada perdida se levantó callado y se marchó. Su mujer no le dijo nada, pero sabía que algo raro le pasaba aquel día. Cuando Pancho pasó por delante de la Iglesia, sintió el impulso de entrar. Era tan grande el remordimiento que la puerta se le hizo pequeña. Nunca la había frecuentado. A decir verdad, desde que hizo la primera comunión, se contaban con los dedos de una mano las veces que había vuelto a pisarla: su boda, el bautizo de los chiquillos y el entierro de su padre. A los entierros iba siempre, pero se quedaba en el bar de enfrente, como casi todos los hombres del pueblo. En la Iglesia no había nadie. Se hincó de rodillas en un banco y quiso rezar. Cuando se fue a persignar, su brazo se movió torpemente y sin sentido, sin que atinara a hacer la señal de la cruz. Entonces se dio cuenta que no sabía rezar, no se acordaba. Bueno, si es que alguna vez supo hacerlo…. No se le quitaba de la mente la mirada del chico al que habían castigado. No podía arrancarse aquella espina. Tenía una bola en la garganta como un amasijo de lágrimas y acongojo. Era como si la paliza y vejaciones las hubiera sufrido él mismo. Entonces sintió un ahogo, y una pena muy grande en el pecho. Pensó que le iba a dar algo. Compungido, rompió a llorar como un niño. Y como si recitara una letanía, repetía entre sollozos que le perdonaran por todo el mal que había hecho a aquel pobrecillo, y a todas la personas a las que había maltratado. Fue lo único que le salió por plegaria. Don Bruno el cura se lo encontró sentado en medio de los bancos vacíos, posó la mano en su hombro y le preguntó qué le pasaba. –Que casi he matado a un hombre –dijo Pancho entre gemidos– y lo peor es que no se rezar para pedir perdón al Santísimo. Mientras se levantaba apesadumbrado y abandonaba la iglesia, dejaba el suelo inundado de un reguero de lágrimas. A Pancho después de aquello, ya no se le vio más por los bares. No volvió a las andanzas. Ya no se metía en pleitos. Y cuando en las fiestas del pueblo se armaba alguna bronca, él cogía puerta y arrancaba derechito para su casa. Dejó las juergas con los amigos y los viernes se recogía temprano, después de soltar del trabajo. Se había tropezado de frente con el dolor de otro hombre. Y la mirada de compasión se le clavó en el alma. Por eso no volvió a hacer daño nadie. Ni se hizo más daño a sí mismo. En verdad, de beber nunca dejó, pero ahora lo hacía en silencio. Todo aquello no bastó sin embargo, ni siquiera el arrepentimiento. Era mucho lo que llevaba encima aquel cuerpo. No era viejo; cuarenta y tantos. Pero en las marcas de su frente se leían las muchas penas y angustias que caminaban por dentro. Contaban que, en su lecho de muerte, arrasado por la fiebre y en medio del delirio había revivido aquella tarde de viernes de primeros de mes en el bar de Pedro. Entonces, en vano, hizo ademán de persignarse. Al entierro de Pacho fue un montón de gente. Por compasión, unos, otros por pena o por camaradería. Todo el mundo le conocía y siempre tuvo amigos, porque cuando estaba sobrio, no era mala persona. Eran las copas las que lo perdían.     Cuento del libro: La campana de cristal; Ediciones Aguere-Idea.  2011 ©Luis Rivero