Tener más perras que Rochil
Publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife de 17 diciembre 2022. Luis Rivero

«Perra» es el nombre popular de una antigua moneda española, «perras chicas» y «perras gordas», equivalentes a 5 y 10 céntimos de peseta, respectivamente. Estas piezas acuñadas en cobre se desmonetizaron en 1941, siendo sustituidas por nuevas monedas de 10 céntimos de pesetas acuñadas en aluminio y que popularmente siguieron denominándose «perras». Las perras, víctimas de la inflación, se dejaron de acuñar y desaparecieron de la circulación mucho antes de que lo hiciera la peseta, que permaneció como moneda soberana hasta principios del presente siglo. La voz «perras» va camino de convertirse en una antigualla lingüística (como antaño sucedió con los «cuartos» y con los «reales»). El término, no obstante, sobrevive en multitud de expresiones populares y en algunos dichos. Así, la locución «tener perras» se ha conservado como sinónimo de ‘tener dinero’ o ‘tener mucho dinero’, incluso puede significar ‘ser rico’. [En su Contribución al lexico de Gran Canaria, Guerra documenta como locución equivalente a esta y más propia del español de Canarias, «estar en perras»]. Expresiones afines que se pueden escuchar todavía son: «valer cuatro perras» que en sentido relativo se emplea para referirse a algo de poco valor; o «vender (algo) por tres perras», para estimar el bajo precio en una venta de ocasión o forzada por la necesidad imperiosa de liquidez (puede ser sinónimo de malvender); «costar unas cuantas perras», tiene un sentido cuantitativo indeterminado pero netamente superior a «tres perras»; «tener muchas perras» para referirse a alguien muy rico; «sacarle las perras a alguien» quiere decir hacerle perder su dinero, normalmente valiéndose de artimañas; «no tener perras» que se emplea como sinónimo de no tener dinero; «quedarse sin perras» puede tener una intención absoluta de quedarse sin dinero o de efectos más limitados para referirse a quien se queda sin dinero momentáneamente; «ganarse unas perrillas» es obtener un ingreso extra, a veces inesperado, fruto de algún negocio o un trabajo ocasional («ganarse un dinerillo»); o «hacer perras»: ganar dinero.
El término «Rochil» o «Rochín» alude, con este particular modo de pronunciación popular, al apellido de la familia «Rothschild». La historia de esta familia comienza en 1760, cuando Mayer Amschel Rothschild, hijo de un orfebre alemán de origen judío que «para ganarse unas perrillas» complementaba su oficio con el de cambista en el gueto de Fráncfort, desde muy joven decidió hacer de esta afición de su padre un negocio en toda regla y construir un emporio. Se convierte así en el fundador de la dinastía Rothschild que a la postre llegará a ser una de las familias más ricas y poderosas del planeta. Se dice que el patriarca de la familia, Mayer Amschel Rothschild, educó e instruyó a sus cinco hijos varones en el funcionamiento del sistema monetario y con ello, en el «arte de hacer dinero». Encomendó a cada uno de sus vástagos asentarse en distintas capitales europeas donde se instalan como banqueros y ponen en marcha diversas actividades mercantiles e industriales.
Y como ya se sabe que «a mar revuelta, ganancia de pescadores», la guerra de la Independencia ofreció la oportunidad a la casa Rothschild de penetrar en España. Si inicialmente lo hizo al servicio de la corona británica, como financiador de la campaña de guerra contra los ejércitos de Napoleón, es en 1835 cuando los Rothschild se instalan definitivamente en España. A partir de aquí, ganan especial protagonismo en el mundo de las finanzas, obtienen el monopolio de la comercialización del mercurio de Almadén y consolidan su posición financiera en Madrid. Posteriormente los negocios se extienden al emergente sector de los ferrocarriles. En tanto, continuaron su actividad como prestamistas del Banco de España y del Tesoro. Le siguen nuevas inversiones en la minería y en las refinerías de petróleo y así la casa Rothschild continuó incrementando su fortuna y fortaleciendo su presencia en España durante el siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX. En este contexto es probablemente donde nace o se inspira esta expresión popular. [Testimonio de esta época puede ser el recurso de Galdós a llamar a uno de sus personajes, en Fortunata y Jacinta, con el apodo de baronesa Rothschild. «Mi querida tía, ‘alias’ la baronesa de Rothschild, no tendrá más remedio que hincar la jeta y darme lo que necesito»]. Con tales antecedentes se entenderá mejor el sentido de la expresión: «Tener más perras que Rochil». Se articula como frase comparativa que funciona como superlativo (muy rico, riquísimo) y que se puede emplear con donaire o de manera más o menos irónica para expresar exageradamente que alguien tiene mucho dinero o es muy rico. Está despojado de escarnio y más bien puede entonarse con neutralidad o con callada admiración. En este sentido, una expresión afín es «darse más gusto que Rochín» (Rothschild) que se empleapara expresar hiperbólicamente el deleite que se siente al realizar algo o, de manera más genérica, disfrutar de la vida y sus placeres.
El que está harto, no se acuerda del que tiene hambre

Publicado en el suplemento de Cultura de La Provicia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 3 dic. 2022. Luis Rivero
De entre los tres componentes del llamado cerebro «trino», esto es, el complejo reptiliano, el cerebro límbico y el neocórtex, parece atribuirse al cerebro reptiliano, como parte más arcaica del cerebro humano, la responsabilidad de mantener con vida al individuo. Digamos que el sistema reptiliano, como garante de las funciones vitales, tiene como tarea principal la de activar los mecanismos de control de músculos y las funciones fisiológicas autónomas como la respiración, el latido del corazón o la digestión. En cierto modo, puede considerarse responsable del «sistema de defensa» encargado de mantenernos con vida que se activa cuando el sujeto percibe una sensación de miedo o peligro, una reacción primaria e instintual como si estuviera «programado» única y exclusivamente para desempeñar tal función. Es responsable de reacciones como la huida o adoptar una actitud defensiva ante un ataque externo que nos pone en peligro, pero también de la respiración automática sin necesidad de que pensemos en ello o de comer cuando estamos hambrientos. No se trata de un «cerebro» racional ni emotivo, sino instintivo y automático que «se activa» cuando nos sobrecoge alguna situación de peligro, temor o necesidad vital. En tal sentido, la satisfacción de necesidades primarias como respirar, beber, comer o dormir son aspectos esenciales para la vida y su insatisfacción podría llegar a provocar la muerte. En estos automatismos es donde el cerebro reptiliano adquiere protagonismo. Pero una vez puesta en marcha la concatenación de reacciones neuronales y fisiológicas que llevan a colmar la necesidad de nutrimento, el sujeto vuelve a un estado de relajación en el que no parece importarle ya la ingestión de alimentos. En este sentido, podríamos decir que el instinto de supervivencia en el ser humano es egocéntrico en cuanto se ocupa en primer lugar –si no exclusivamente– de sí mismo. Por lo que una vez colmada la necesidad de ingerir alimentos, no existen más motivos de preocupación. Y esto es lo que puede explicar el sentido literal del dicho «el que está harto, no se acuerda del que tiene hambre». Cuando hablamos de satisfacción del apetito o del hambre se dice «hartera» o «hartarse», esto es, quedar satisfecho, saciado, lleno, aboyado. [En el español de Canarias la h muda se pronuncia frecuentemente como h aspirada o como j, de modo tal que escuchamos a menudo: «estoy jarto» o «¡qué jartera!», pronunciado con especial énfasis, imprimiendo un golpe de voz en la primera sílaba. Así resulta, por ejemplo, en la locución «estar jarto como un/una chinche», comparativa que se emplea a menudo para expresar exageradamente que se está lleno o harto de tanto comer].
«El que está harto, no se acuerda del que tiene hambre» viene a expresar en sentido literal que el que está satisfecho (porque ha comido hasta la saciedad) «no se acuerda», esto es, no le importa ni le interesa la situación «del que tiene hambre», porque esta es una necesidad individual que afecta solo al que la padece y a nadie más. Esta es la interpretación que en un contexto determinado puede observar el significado en su literalidad. [Viene aquí a colación aquel otro dicho afín que dice: «que cada palo aguante su vela» o «que cada santo aguante su vela» para expresar igualmente que cada cual debe pechar con sus obligaciones y soportar las vicisitudes que le depare su propia suerte o destino].
En sentido amplio puede referirse a quien se encuentra bien, ya sea físicamente o con sus necesidades satisfechas (en zona de confort), no se suele acordar ni preocupar de quien no está tan bien. Es decir, no suele mostrar empatía ni solidaridad por quien no corre su misma suerte. En este sentido puede considerase una aplicación singular de otras expresiones afines como: «el gallo no se acuerda de cuando fue pollo» o «el cura no se acuerda cuando fue monigote/sacristán» que se emplea también de manera genérica para expresar que solemos olvidar fácilmente nuestra condición en el pasado, sobre todo cuando la situación anterior era peor que la presente.
Venga el dinero, aunque sea del letrinero

Publicado en los suplementos de Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 26 nov. 2022. Luis Rivero
Este registro que podemos escuchar en las islas es sinónimo de la expresión castellana «el dinero no tiene olor» que a su vez es una traslación literal del proverbio latino pecunia non olet, frase célebre que se atribuye al emperador Vespasiano. Viene traducida como «el dinero no huele/no apesta», y puede tener alguno de estos significados para referirse a que no debe ponerse reparo en cuanto a la procedencia del dinero, pues este tiene el mismo valor con independencia de cómo y de quién se haya obtenido. Otra versión del mismo dicho en castellano es la documentada por Correas: «el dinero es caballero»; o expresiones afines como: «el dinero bien huele, salga de donde saliere» o «¡tenga, tenga, venga de donde venga!». Todas ellas se sitúan como antagonismos ideológicos o antítesis literal de aquellas sentencias que hacen de la pobreza una virtud y de la riqueza un «pecado», hasta atribuir al dinero una influencia perversa sobre las personas, como se infiere de la expresión: «el dinero hace malo lo bueno» o la muy «nuestra» «gente rica, gente (d)el diablo». Esta estigmatización del dinero que intenta crear un sentimiento de culpa en quien es afortunado en la vida y goza de una holgada posición económica y, en cierto modo, criminaliza la riqueza, trae reminiscencias del cristianismo. Y ello se aprecia en diversas parábolas y proverbios de los libros que conforman el Nuevo Testamento en los que se tiende a identificar la riqueza como una condición ligada a la imperfección y al mal. Por todas, recuérdese la parábola del camello y el ojo de la aguja («[…] es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos»; Mateo 19). De lo que parecen evidentes los efectos del adoctrinamiento que se han dejado sentir a lo largo de siglos de monoteísmo. Pero esta visión ha contado también con sus detractores entre el vulgo que a través de la fraseología popular busca liberarse de este estigma «maligno» y hasta situarse, a veces, en el lado opuesto de esta visión. De lo que dan fe algunos dichos que con cierto desparpajo manifiestan indiferencia, cuando no complicidad, con la dudosa procedencia del dinero como aquel viejo refrán que dice: «Vengan los cuartos del velorio, cásese el diablo con el demonio» (que pone en evidencia la hipocresía de las contravenciones de la propia iglesia respecto al dinero), o el propio dicho comentado: «Venga el dinero, aunque sea del letrinero». Estos pueden parecer que flanquean los linderos de la decencia o incluso de los que invocan la neutralidad de este bien fiduciario que es la moneda como valor de cambio y cuyo sentido aséptico se delata en el latinismo pecunia non olet.
En la frase proverbial «venga el dinero, aunque sea del letrinero», el imperativo «venga» quiere decir «que entre el dinero», «bienvenido sea». El «letrinero» hace referencia al antiguo oficio de «pocero», que era quien se encargaba de limpiar las letrinas y pozos negros de residuos fecales. El de letrinero era un oficio repudiado por inmundo que aparece en las ciudades ante la inexistencia de una red de saneamiento urbano, lo que supuso un adelanto si se considera que en época anterior las aguas fecales se arrojaban a la vía pública. Se trataba de un oficio duro y penoso, hasta el punto de que los letrineros eran segregados socialmente. Por el contrario, eran bien remunerados, lo que suponía que en algunos casos llegaban a enriquecerse. En esta época se inspira este dicho que viene a poner en contradicción el repelús por quienes desempeñan este desagradable oficio, pero que no desprecian ni hacen ascos a «sus dineros» y lo aceptan de buena gana, pues ya se sabe que, «venga de donde venga», «el dinero no apesta».
El que fue al barranco, perdió su banco

Publicado en el suplemento de cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 19 nov. 2022. Luis Rivero
En una geografía de peculiares características como la insular, en particular Gran Canaria, como paradigma de orografía accidentada, «el barranco» es una singularidad local con identidad propia que no necesita un topónimo específico. En efecto, cada pueblo de la isla cuenta, al menos, con un barranco principal que forma parte de las propias señas identitarias de la localidad. De hecho, los cauces de los barrancos suelen ser «frontera» natural entre las demarcaciones de los términos municipales. Antaño y todavía hoy, el barranco tenía y tiene un especial protagonismo en el mundo rural. Haciéndose eco de la importancia que se le atribuye, se expresa un dicho isleño que dice: «barranquillos hacen barrancos» (para significar que poquito a poco se hace mucho). En el imaginario insular, el barranco viene asociado al cauce de aguas de corrientes discontinuas durante la estación de lluvias que, con suerte, alcanza a anegar algún que otro «natero» y alcogida o, con la fuerza de la madre de agua, llega a limpiar el cauce de trastos o arretrancos que tira la gente. El barranco es también lugar de paso y donde pace el ganado, donde se localizan nacientes y arroyos que discurren libres o canalizados en acequias; o donde se perforaban galerías en sus laderas para alumbrar aguas. Para muchos el barranco fue el lugar de juegos de la infancia, para otros evoca un tiempo pasado en el que barrancos y laderas eran terrenos propicios para actividades que gozaron de una importancia fundamental en la economía isleña, como lo fue la recogida de la cochinilla. Probablemente es en aquella época no lejana en el tiempo donde se sitúa el origen de este dicho o modismo que funciona como frase aforística. Se trata seguramente de la versión local del refrán castellano «el que fue a Sevilla, perdió su silla», que cuenta con diversas variantes tanto en España como en América y se emplea con idéntico fundamento. Pero más allá de los probables orígenes o antecedentes que se atribuyen a la versión castellana más conocida y de si de esta derivan las expresiones afines que se escuchan tanto en el español de América, de España o de Canarias, lo que sí parece claro es que su ámbito universal es más que evidente por la presencia de paremias similares en diversas lenguas del entorno cultural e idiomático del español. [V.gr., en italiano: Chi va a Roma, perde la poltrona («quien va a Roma, pierde la poltrona»); en francés: Qui va à la chasse, perde sa place («Quien va a la caza, pierde su sitio/plaza»); o en portugués: Quem vai ao mar perde o lugar («Quien va a la mar pierde el sitio»)].
La voz «barranco», en su literalidad, se refiere a un lugar físico bien definido y de ubicación local, pero relativamente distante del escenario en que se invoca por el hablante (a diferencia de «Sevilla» como lugar geográfico lejano que le confiere un uso más general). En sentido figurado expresa cualquier lugar o motivo que justifique nuestra ausencia temporal. El «banco» es el puesto que cada cual ocupa, ya sea en la escuela o en cualquier lugar de recreo o esparcimiento. Como mobiliario que sirve para sentarse representa figuradamente el acomodo con vocación de permanencia. La combinación de los términos «barranco/banco» parece obedecer a la búsqueda de una rima consonante pegadiza y con sonoridad (al igual que «Sevilla/silla») con criterio nemotécnico que facilite su implantación/recepción entre hablantes. En un sentido recto se suele emplear por los chiquillos, cuando alguien ocupa el asiento de otro que se ausenta por cualquier necesidad pasajera con intención de retornar en breve a su puesto. Y cuando regresa ve que su asiento ha sido ocupado por otro, que «repollinado» y sin intención de levantarse, larga: «¡Ah, amigo!, el que fue al barranco, perdió su banco». Este sentido casi instintual de «posesión territorial» que manifiestan tanto humanos como animales, en ocasiones se ve acentuado entre los más pequeños, hasta el punto de llegar a ser fuente de conflictos. En un sentido amplio se puede escuchar cuando durante la ausencia más o menos dilatada en el tiempo de quien ocupa un puesto o posición envidiada, alguien, aprovechando la oportunidad, priva de su posición/posesión de privilegio al ausente. Por ejemplo, la inasistencia prolongada al trabajo de alguien que cuando regresa se encuentra con la sorpresa de que su puesto ha sido ocupado por otro. Entonces se suele decir: «El que fue al barranco, perdió su banco».
¡Eso no se paga con dinero!
Luis Rivero, publicado en el suplemento de Cultura de La Provincia sábado 5 noviembre 2022.

Cada decisión que tomamos o cada obligación que asumimos en la vida tiene un coste o unas consecuencias, por ello se dice que «todo tiene un precio». Incluso hay quienes van más lejos y afirman que «cada cual tiene su precio». Se recurre a esta expresión cuando se pone en entredicho la integridad de la generalidad de las personas insinuando con ello que el dinero puede mover voluntades. A fin de cuentas y según esta creencia, «todos» pueden ser «sobornables», «comercializables». Sin embargo, aún cuando la historia del mundo, del poder y de la riqueza estén íntimamente ligadas al «dios dinero», no todo se puede comprar o pagar con este, aunque sean pocas las cosas que queden excluidas del «tráfico mercantil». Y esto se aprecia si consideramos algunos aspectos culturales de la tradición judeocristiana en relación con el dinero. Fue a partir del año 622 a.C., con la reforma de los cánones de la tradición hebraica llevada a cabo por Josías, rey de Judea, cuando se sustituyeron los sacrificios humanos (como se relata en Éxodo 22, 28-29 y Ezequiel 20, 24-26) por oblaciones de corderos. Con el tiempo, esta obligación de ofrecer holocaustos «al Señor» viene mitigada y sustituida por una suma «dineraria». Parecía mucho más «civilizado» y acorde con aquellos tiempos, además de resultar más atractivo económicamente, la recaudación de dinero en lugar de derramar la sangre de los sacrificios. Este momento histórico resulta de especial trascendencia para las sociedades de matriz judeocristiana, pues supone el paso del homicidio al pago de una cantidad «pecuniaria», es decir, el inmolar algunas pécoras a cambio de una vida humana. Una asociación subliminal entre sangre y dinero que ha pesado como una losa en el inconsciente colectivo y que ha dejado su impronta en el lenguaje [así, por ejemplo, se emplea comúnmente el verbo «desangrarse» para hacer referencia a la situación en que se encuentra alguien que ha contraído una deuda considerable y que tiene dificultades para hacer frente al pago, mientras los intereses continúan acumulándose y aumentando el monto del débito. Rememorando aquella identificación entre el dinero y la sangre]. Otra voz marcada por aquel momento histórico es el término «pecuniario» (o pecunio) que hace referencia al ‘dinero’, ‘moneda’ (del latín pecus-oris que significa ‘ganado’). En castellano «pécora» es también sinónimo de cabeza de ganado ovino, las mismas cabezas de ganado que antiguamente indicaban la riqueza de alguien. Y otra coincidencia significativa: las dos primeras veces en que se hace referencia al dinero en la Biblia, primero a los 400 siclos de plata que Abraham pagó por el terreno en que sepultó a su esposa; la segunda, se refiere a los 1.100 siclos de plata que recibió Dalila por la celada que le tendió a Sansón y que a la postre acabaría con su vida; en ambos casos existe una extraña asociación entre dinero y muerte. Pero no siempre se han pagado las deudas con dinero. En las civilizaciones de la Antigüedad, desde Mesopotamia a Roma, hubo un tiempo en que el impago de una deuda contraída podía convertir al deudor en esclavo del acreedor. Lo que era un modo de pagar las deudas con la propia libertad. También la posibilidad de pagar dones «espirituales» con dinero tiene antecedentes bíblicos, como lo son las «primicias» de la tierra que se entregaban a los sacerdotes del templo, o lo que fue más tarde el «diezmo». Lo mismo ocurre con la compensación de otros beneficios como la indulgencia, que los fieles más pudientes obtenían a cambio de dinero. Pero si hasta la absolución de las faltas cometidas se puede comprar con dinero, existen otros aspectos de la vida terrena que, no obstante ser «preciosos» (‘de mucho valor’ o ‘elevado coste’), no pueden ser pagados ni con todo el dinero del mundo.
La expresión «eso no se paga con dinero» se emplea para referirse a algo, casi siempre inmaterial, que se recibe como favor o gracia de alguien o del propio destino y que por su alto valor y provecho hace muy difícil o imposible compensarlo económicamente. Se dice, pues, que ese algo no se paga con dinero porque «no tiene precio», para subrayar la elevadísima condición y estima del don recibido. Y aquí entra la valoración subjetiva de cada cual, pero seguramente solo pueden incluirse un sucinto elenco de pequeñas grandes cosas que nos llenan el corazón de aquello que a veces no se ve, pero se percibe de alguna manera y nos hace sentir gozosos, agradecidos y satisfechos.
Cuaderno de viajes: Casablanca, la búsqueda de los orígenes
Un viaje a Casablanca en busca del origen bereber y judío es como un espejo del viaje al inconsciente para desvelar la propia identidad

Luis Rivero, publicado en suplemento de Cultura de La Provincia/DLP sábado 22 octubre 2022.
Roberto tuvo una infancia difícil. Siendo muy pequeño lo separaron de su madre, unos años más tarde quedó huérfano de padre y fue maltratado por su madrastra. De joven, su vida no fue menos azarosa. Nació en Casablanca porque su padre, en los años de posguerra, por razones poco claras, había abandonado las islas para trasladarse a Marruecos, entonces bajo el protectorado francés. Si bien creemos que los motivos no fueron otros que el temor a algún tipo represalia por parte de las autoridades españolas por sus simpatías con el bando republicano durante la guerra civil. El año de nacimiento debió de ser el 1956, aunque no existe cereza por las razones que veremos. Su padre contraería matrimonio en primeras nupcias con una mujer bereber y judía. De este matrimonio nacieron dos hijos gemelos, Roberto y su hermana, cuyo nombre desconocemos. Por razones que ignoramos, pero que podemos intuir, las cosas no fueron bien en el matrimonio. Debió desatarse un conflicto latente cuando el padre de Roberto decidió regresar a Canarias a finales de los 50. Las divergencias surgieron por quién se quedaría con la custodia de los dos hijos. La separación no debió de ser fácil, la madre no quería separarse de sus hijos, mientras que el padre quería llevarse consigo al varón. La madre había decidido emigrar a Israel con sus dos hijos. En aquellos años, el estado de Israel promovía una campaña de «repatriación» de los judíos de la «diáspora» marroquí. La condición judía de la madre y, por ende, la de sus hijos, suponía que podrían obtener la nacionalidad israelí, lo que les otorgaría una serie de beneficios por la condición de nuevos ciudadanos del estado de Israel. De aquellos primeros años de vida, Roberto no se acuerda de nada. Como si hubiera cancelado la memoria a consecuencia de una amnesia traumática. Tan solo le perseguía el recuerdo de una violenta discusión entre su padre y una mujer, que con los años identificaría como su madre. Peleaban en la escalera, a la puerta de la casa, por quedarse con el pequeño Roberto. Su madre lo tenía en brazos, mientras su padre pugnaba para arrebatárselo. En medio del forcejeo, el niño salió rodando escaleras abajo. Acabaría en un hospital, donde permaneció «durante mucho tiempo», según le decía su padre, sin que exactamente sepamos cuánto. El padre nunca quiso hablarle de lo ocurrido ni de su pasado. Con este episodio que cambiaría su vida comenzó el calvario de Roberto en busca de su verdadera identidad. Durante el periodo de convalecencia en el hospital, su padre había contraído matrimonio en segundas nupcias. Para poder regresar a Canarias con su hijo, se las ingenió para darle el apellido de la madrastra. En la «reconstrucción de los hechos» llegaríamos a la conclusión de que era bastante improbable que tanto Roberto como su hermanita gemela no fuesen inscritos a su debido tiempo en el registro civil de Casablanca como hijos legítimos del primer matrimonio. De lo contrario, la madre no habría podido quedarse con la niña ni emigrar a Israel. Por tanto, la artimaña a la que debió recurrir el padre fue la de una nueva inscripción de nacimiento en el registro civil, esta vez fuera de plazo y con un apellido diferente, como si fuera hijo de su segunda mujer. Y habiendo transcurrido al menos un par de años, de la primera inscripción a la segunda, pasaría desapercibido.
Esta hipótesis, por así decirlo, surgió años después de conocer a Roberto (que obviamente no se llama así) y era entonces trabajador portuario. En un momento de su vida en el que sintió la necesidad de desvelar este enigma de su pasado. Cuando me lo contó, mientras nos echábamosun café en la terraza de un bar, me conmovió su historia y decidí ayudarlo a encontrar a su verdadera madre –si es que estaba viva– y a su hermana gemela que, por lo que sabíamos, habían emigrado a Israel siendo él muy pequeño. Lo primero que se me ocurrió fue que se sometiera a una «regresión» a través de una hipnosis inducida que le permitiera acceder a memorias depositadas a niveles subconscientes. Estuvimos un fin de semana en Barcelona donde yo conocía a una señora francesa, la doctora Florence, experta en tales menesteres. Roberto, entusiasmado con lo que le había contado, no dudó en ponerse en sus manos y afrontar la experiencia regresiva que, para entendernos, es una especie de inmersión en el pasado no recordado a nivel consciente (incluso se puede llegar a vidas precedentes), casi siempre con un objetivo terapéutico al «revivir» ciertos episodios pretéritos y «desconocidos». La imagen de la escalera, la mujer que gritaba desesperada (su madre) porque un hombre (su padre) intentaba arrebatarle a su hijo, se repetía. El estado de hipnosis al que lo trasladaba la doctora Florence terminaba siempre con la «vivencia» de salir rodando escaleras abajo, una sensación de dolor físico y un profundo shock. Después entraba en un estado de quietud similar al sueño que la doctora asociaba a un coma profundo en la que las visiones del astral–decía– se entremezclaban con las de su permanencia en el hospital, que eran memorias borrosas y confusas. Pero que no aportaban nuevos elementos a la investigación, más allá de confirmar, acaso, las deducciones a las que habíamos llegado con anterioridad y el presupuesto de partida. Aunque las varias sesiones regresivas a las que se sometió enriquecieron el escenario del tiempo anterior al incidente de la escalera. Llegó incluso a «revivir» la ceremonia de circuncisión que, según la tradición, se lleva acabo en el octavo día desde nacimiento, dato este que Roberto desconocía. Este «recuerdo» despejó cualquier duda de que aquello pudiera ser pura sugestión. Apareció nítida también la visión de una cocina en la que su madre preparaba la cena para él y su hermanita. Tendrían de 2 o 3 años, por lo que debía de ser a finales de los años cincuenta. Vivían en la segunda planta de un edificio de estilo colonial en el barrio judío de Casablanca. Al apartamento se accedía a través de una empinada escalera que a la postre se reveló una trampa (¿o acaso un milagro?) para propiciar el olvido. Un dato curioso que vendría a avalar la tesis de la edad de Roberto, entre 2 y 5 años cuando sucedieron los hechos, es que durante la sesión, a las preguntas de la doctora Florence, Roberto hablaba en francés, que era la lengua que, vagamente, recuerda de su infancia y que de adulto olvidó totalmente.
Ya en la isla, fuimos al consulado de Marruecos a ver si podíamos obtener una partida de nacimiento donde figurara el nombre de su madre. Roberto le contó su historia a un funcionario que le escuchó de muy mala gana y con cara de «pero qué me estas contando». Resultó del todo inútil. Lo intentamos en el consulado francés, pues en la época en que situamos la fecha de nacimiento más probable, Marruecos era un protectorado de Francia. En el consulado francés intentaron ayudarnos, pero no darían con los apellidos de su verdadera madre. La funcionaria que nos atendió, se mostró muy amable y lamentó que la búsqueda resultara infructuosa. Después, sonriente, exclamó que tenía una buena noticia: «¿Sabe que puede obtener la nacionalidad francesa, si lo desea? La ley francesa reconocía tal derecho a los ciudadanos nacidos en un territorio bajo la jurisdicción francesa». Pero a Roberto no le interesaba ser francés ni tener doble nacionalidad, sino conocer su verdadera identidad.
Llegados a este punto, nos quedaban dos opciones para dar con la identidad de la madre de Roberto y su hermana que habrían emigrado a Israel entre 1956 y 1961. La primera de las opciones era irnos al Consulado General de Francia en Casablanca y mover Roma con Santiago hasta dar con algún indicio que nos llevara a la identidad de la madre de Roberto. La otra opción era escribir a Paco Lobatón que entonces presentaba un programa en televisión de máxima audiencia que se dedicaba a buscar a personas desaparecidas. Pero Roberto había desechado esta vía mediática de antemano.
Así fue como una semana después cogimos un vuelo hasta Casablanca y nos dirigimos sin demora al Consulado General de Francia. No sin dificultades, dimos con la inscripción del nacimiento fuera de plazo de Roberto que se había practicado mediante el procedimiento legal oportuno. Pero que no correspondía necesariamente con la fecha real de nacimiento que diera alguna pista para encontrar la inscripción de los dos gemelos en el mismo día. En definitiva, nos dijeron que sin el nombre y apellidos de la madre y sin fecha precisa, no había forma posible de encontrar la inscripción, si es que existía. Allí mismo nos sugirieron visitar una asociación que se dedicaba a localizar a familias judías emigradas a Israel entre 1949 y 1964, periodo durante el que se dieron migraciones masivas a Palestina.
En esta oficina nos explicaron igualmente que sin un nombre y, al menos, el año en que viajaron a Israel, resultaba imposible. Hay que tener en cuenta –nos dijo el anciano que nos atendió– que entre 1949 y 1956 más de 90.000 judíos de la diáspora marroquí partieron para Israel. Y que en 1961 se pone en marcha una nueva operación migratoria en la que se ayuda a abandonar el país a otros 120.000 judíos marroquíes. En cualquiera de estas dos grandes oleadas migratorias podían encontrarse la mamá y la hermanita de Roberto.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos en el hotel, le pregunté a Roberto si no estaba contento al menos por estar en el lugar donde nació (de ello teníamos la certeza). Me respondió con un gesto de indiferencia. Nos fuimos a dar una vuelta por el antiguo barrio judío. Veía a Roberto en los rostros y en las miradas de la calle. Se estima que en los años 50 existían unos 600.000 judíos en todo Marruecos. Hoy apenas llegan a dos mil, pero la memoria judía en el Norte de África permanece indeleble. Como mismo la memoria genética de Roberto se mantiene todavía viva en algún lugar recóndito.
Durar más que la zanga de El Carrizal
Luis Rivero publicado en los suplementos de Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife del sábado 22 de octubre 2022

La zanga es un juego de cartas que se juega con baraja española, 32 «piedras» (granos de millo, judías o piedras pequeñas) y en el que participan, generalmente, cuatro jugadores que forman dos equipos de dos. Cada equipo inicia a jugar con 16 piedras y el que se quede con las 32 «piedras o vales» es el que gana la partida. Si bien como juego de azar influye el factor suerte que decide las mejores o peores cartas que le correspondan a cada jugador en el reparto, según los entendidos, la suerte no lo es todo, pues existen otras habilidades que esgrimen los jugadores como pueden ser la picardía, la estrategia seguida, el saber anticiparse a una jugada, el descartarse, echar una carta mala para engañar al equipo contrario y otras argucias para que el rival se confíe y caiga en la trampa. Todas estas acciones pueden decantar el triunfo hacia uno u otro equipo, incluso a favor de aquellos jugadores a los que el azar no premió en el reparto de cartas. En definitiva, se trata de un juego que suele resultar complejo para principiantes, mientras que para los iniciados puede ser fascinante, si bien exige habilidad y experiencia.
«El Carrizal» es la población del sureste de Gran Canaria perteneciente al municipio de Ingenio. Se trata de un fitotopónimo que rememora la abundante cantidad de «carrizos» que, otrora, crecían espontáneamente en el cauce y aledaños del barranco de Guayadeque, a su paso por esta localidad. El carrizo es una planta gramínea que se da cerca del agua o en lugares húmedos (en las islas crece, generalmente, en los cauces de los barrancos) de la cual se aprovechan las hojas para forraje y la caña para la confección de socosy trabajos de cestería. Se conoce también como «cañavera» o simplemente «caña» (de ahí deriva «cañaveral» o «las cañaveras») que no hay que confundir con la «caña india» o caña de bambú ni con la «caña dulce» o caña de azúcar. Así «carrizo» es epónimo de El Carrizal que significa sitio poblado de carrizos. Nótese que hemos dicho El Carrizal, con el artículo en mayúscula, pues así resulta de la tradición desde antiguo, no diversa del uso generalizado en Canarias para los topónimos que traen origen en la flora característica o abundante en un lugar (fitotopónimos) que van siempre precedidos del artículo determinado [v.gr.: se dice Las Palmas, y no Palmas; El Palmar, y no Palmar; El Dragonal, El Gamonal, El Madroñal, El Juncal, etcétera].
Los juegos de naipes, en las diversas modalidades presentes en Canarias, pero sobre todo aquellos de mayor arraigo y tradición, han dado pie a la creación de una abundante fraseología y un léxico propio que en ocasiones han trascendido del ambiente lúdico de origen hasta terminar incorporándose al habla popular como expresiones idiomáticas de uso general aplicables a situaciones cotidianas. Sucede con locuciones más o menos de todos conocidas como: «¡Arráyate un millo!», «hacer majo y limpio» o «barrer por sota y malilla»; o quizás menos conocidas como: «¡El cochino se mata gordo!» o «entre más gordo, más manteca», «millo a millo, la gallina llena el papo» o «la gallina picando llena el buche».Todas ellas expresiones que con mayor o menor implantación han pasado de la concreción del juego a la generalización de su empleo en la vida cotidiana. Un registro quizá menos conocido fuera de los ambientes «zanguistas» es el que nos ocupa: «Duró más que la zanga d(e) El Carrizal». Cuentan que en el pueblo de El Carrizal, pago de gran tradición zanguista (donde los aficionados continúan reuniéndose por las noches en la Sociedada «echar una zanga»), tuvo lugar una partida de zanga en la que los participantes estuvieron jugando varios días. De manera que interrumpían la partida a cierta hora de la noche para retomarla después «de soltar» del trabajo en la tarde del día siguiente, pues cada jugador tendría sus obligaciones que atender durante el día. Desconocemos con exactitud cuántos jornadas hicieron falta para concluir la partida, así como quiénes fueron sus protagonistas o quien se hizo con la reñida victoria, pero lo que sí ha trascendido es la que se recuerda en toda la isla como paradigma de «zanga pesada», que se dice en el argot de la partida que dura muchas horas o «más de la cuenta». La expresión ha pasado a ser sinónimo de una partida de zanga o, fuera del ámbito del juego, de cualquier acontecimiento que dure mucho o más de lo previsto. La frase comparativa expresa de manera hiperbólica (hasta casi convertirse en un superlativo) sobre la duración excesiva de un evento o acto que por las razones que sean se alarga más de la cuenta. Valga el ejemplo de cuando el cura se extiende en la plática de la homilía, alargando más allá de lo habitual la duración de la misa, y comenta alguien con ironía a la salida de la iglesia o en el bar de enfrente: «¡Ños, si duró más que la zanga d(e) El Carriza(l)!», pronunciado frecuentemente con la contracción de la preposición y el artículo determinado (d(e) El: del) y la pérdida de la consonante final (Carrizá).
¡Cruz, perro maldito (de) los infiernos!
Luis Rivero , en el suplemento Cultura de La Provincia/DLP y El Día/La Opinión de Tenerife, del sábado 01.10.22

Cuenta la leyenda popular que en el día de san Miguel (29 de septiembre en el santoral católico) «el diablo anda suelto» y, por tanto, se exhorta a extremar las precauciones, pues pueden sucederse todo tipo de desgracias de las que se responsabiliza al mismísimo demonio, a sus secuaces y adoradores. El encargado de «tenerlo a raya» es el mentado arcángel, del cual apenas se habla en el Antiguo Testamento donde aparece en el Libro de Daniel como Mija-El,«uno de los príncipes supremos» y alguna otra referencia aislada en algunos textos apócrifos. En el Apocalipsis, sin embargo, es presentado como comandante al frente de los ejércitos celestiales. La iconografía religiosa tradicional desde antiguo venia representando al demonio como ser antropomorfo con un aspecto deforme, a veces con manifiestos defectos físicos, como la cojera, otras veces provisto de pezuñas, cuernos y rabo bovino. Pero se dan también representaciones íntegramente zoomórficas como la del macho cabrío. Con probable origen en la tradición judía del «chivo expiatorio», según la cual, el sumo sacerdote sacrificaba un macho cabrío para expiar los pecados de los israelitas. Por lo que no parece causal que una de las representaciones más comunes en la tradición demonológica sea la del macho cabrío. Parte de este imaginario es la representación «reptiliana» asociada a la serpiente y al dragón, lo que parece tener su parangón en el mito griego de Apolo en su lucha contra la serpiente Pitón. De hecho hay quienes afirman que el Apolo griego tiene su homólogo, por así decirlo, en el arcángel Miguel de la tradición judeocristiana. Tal hipótesis se alinea con la opinión de que los panteones de las distintas tradiciones observan mitos semejantes en la construcción de la «mito-historia». En la iconografía e imaginería religiosa se representa al arcángel san Miguel con indumentaria guerrera dando muerte al diablo en forma de dragón, de serpiente y, más raramente, como un ser grotesco con cabeza de perro y cola de dragón, dientes como cuchillos y pezuñas de bestia inmunda [Como se representa en la talla del escultor Luján Pérez existente en la iglesia de la localidad de Valsequillo, Gran Canaria, cuyo patrono y protector es el arcángel san Miguel]. La leyenda cuenta que el diablo en forma de perro negro se soltó de sus cadenas y el día de san Miguel anda por ahí «haciendo de las suyas». Hay quienes han atribuido esta leyenda/mito del demonio transformado en can a la imagen del san Miguelde Luján Pérez que data del año 1801, si bien en algunos bestiarios antiguos «el perro negro era considerado un mal demoniaco» y numerosas obras de arte en varios lugares de América representan al demonio en forma de perro. Pero es probable que la creencia popular de que el diablo anda suelto en forma de «perro negro» tenga resonancias de la leyenda de los antiguos canarios que representaban la imagen del mal y, por ende, de los demonios –mito antagonista del bien– como perros lanudos, oscuros y feroces, figuras que formando parte del imaginario habrían permanecido en el inconsciente colectivo durante siglos. Estos seres, reales o fantásticos, eran conocidos como «tibicenas», sobre los que existen varias leyendas. Se dice que para los antiguos, los tibicenas eran espíritus diabólicos que se manifestaban en forma de grandes perros que atacaban al ganado y a la gente. Para aplacar a estos seres se les hacían ofrendas de comidas en lugares elevados de las montañas y en las cuevas, donde también se sacrificaban animales [lo que recuerda la costumbe de los holocaustos en la tradición abrahamicay las hecatombes en la tradición greca]. Esta creencia popular que cada 29 de septiembre, no se sabe por qué arte del demonio, el «perro maldito» (o el diablo en cualquier otra forma) se libera de sus cadenas y se escapa parece estar presente en distintos pueblos de las islas. Subyace en esta la idea de que tras sembrar el «caos» que supone que el diablo ande suelto, concluye con la lucha del arcángel Miguel con su antagonista vencido y sometido, una alegoría del conflicto entre las fuerzas del bien y del mal que acaba con la victoria del bien sobre el mal y el restablecimiento del «orden natural». En este contexto, entre la leyenda y la superstición, se sitúa esta suerte de conjuro de protección frente a cualquier evidencia de mal o peligro, en especial los atribuidos a las brujas, hechiceras y demonios: «¡Cruz, perro maldito (de) los infiehno(s)!». Es propio de ambientes rurales y supersticiosos que no obstante basarse en creencias pararreligiosas, aporta elementos sincréticos entre las artes mágicas y el cristianismo. De ahí que la cruz sea invocada en primer término como escudo protector del que, acompañado del gesto de santiguarse, según la creencia popular, emana una especial fuerza de rechazo frente a los poderes ocultos o cualquier desgracia.
Aquí, el que menos corre tumba al de ‘alante’
Luis Rivero en Cultura La Provincia DLP y El Día/La Opinión de Tenerife

Esta parece ser una de las versiones isleñas del refrán castellano: «el que no corre, vuela» (o «el que menos corre, vuela»), formas estas que se escuchan a menudo también en Islas. Se trata de una frase que alude con ironía a los que hacen ver que no tienen interés en un asunto y, en cuanto surge la oportunidad, son los primeros que se muestran dispuestos a conseguir lo que desean. El «aquí», más que expresar un sitio específico como es la función propia de los adverbios de lugar, hace referencia a una situación, a un asunto o cuestión determinada: es aquello que nos ocupa e interesa, son las circunstancias que nos rodean o pueden ser las personas de nuestro entorno o que ocasionalmente frecuentamos.
«El que menos corre» literalmente se refiere al sujeto que en apariencia es el más lento de todos, el que menos prisa muestra, el menos espabilado. El verbo «tumbar» significa aquí, hacer caer, derribar. En el ámbito de la lucha canaria se dice que en una agarrada se tumba al contrario para expresar que se «da en tierra con el rival», tirarlo al suelo. Es este sentido competitivo o de confrontación que toma el verbo: tirar, hacer caer, empujar, pasarle por encima, atropellar, superar apresuradamente a alguien y de malas maneras, ya sea en sentido metafórico como literal. En el habla popular de las islas escuchamos a menudo la locución adverbial «al de alante», en lugar de la forma más culta «al de delante», y que aquí hace referencia a quien le precede en un orden de prelación o a quien le aventaja por guardar una posición más cercana al objetivo a alcanzar.
«Aquí, el que menos corre tumba al de alante», en sentido figurado, describe, pues, una situación de competencia que se entabla entre aquellos que pugnan por alcanzar el objetivo pretendido. Recurriendo a una forma hiperbólica expresa que «el que menos corre» de todos, es decir, el que parece más lento, el manta, el más maleta[se dice del más malo o lerdo, el peor de todos, que es unpaquete], «tumba al de alante», (porque «va como una moto»). Y ello para advertir con ironía de la destreza y prontitud de los que «están al pesque» de alguna ocasión que aprovechar para «llevarse el gato al agua». Al tiempo, pone en guardia frente a quienes muestran indiferencia o desinterés en algo, y que al final resulta que son los primeros en moverse para conseguirlo; de aquel que mantiene una actitud, en apariencia, pasiva, el menos avispado que parece y que, «calladito a la boca», actúa «a la zorruna». En definitiva, se advierte de los que fingen que la cosa no va con ellos y se entregan al oportunismo.
Se asevera así sobre un hecho que se supone constatado al tratarse de individuos ya conocidos por su modo de actuar [ya se sabe que «por la cagada se conoce al pájaro», dice otro dicho isleño], que se comportan de manera taimada y astuta hasta que se destapan, mostrando sus verdaderas intenciones. «Correr» tiene el sentido a apresurarse, darse prisa, estar presto a intervenir, pronto para efectuar algo. La locución «el menos que corre, tumba al de alante» es sinónimo de la paremia «el menos que corre, vuela» y de esta otra locución isleña que dice: «el menos que mea, hace un charco» que resulta afín a la expresión que parangona el acto de mear como símbolo de poderío, de marcar el territorio: «ser el macho que más mea».
El aprendizaje implícito en el dicho invita a ser diligente y puede resumirse en que conviene no fiarse de las apariencias porque el que más o el que menos resulta ser un espabilado y a poder que pueda, se te echa delante.
Así que «hay que espabilar porque a los bobos se los comen las moscas».