Una italiana en Katmandú

Cuaderno de viajes

Puja de monjes budistas en un monasterio de Katmandú.

En medio del caos cotidiano y del ritmo trepidante de la vida urbana, Katmandú te va cautivando poco a poco hasta llegar a seducirte.

Llegamos a Katmandú a finales de enero de 2008. Varios días antes de la celebración del Losar (Año nuevo tibetano), que aquel año caía un 7 de febrero. De mi estancia en la capital de Nepal recuerdo sobre todo el caos cotidiano de cualquier metrópolis asiática. Katmandú recibió la inmigración masiva de la población de las montañas y valles desde mediados de los años 90 del pasado siglo. Las causas hay que buscarlas, en gran medida, en que muchos campesinos huían a consecuencia de la guerra de guerrillas protagonizada entre los rebeldes maoístas, de una parte, y la policía y el ejército del régimen monárquico, de otra. La guerrilla dirigida por el Partido Comunista de Nepal azotó el país durante la década de 1996 a 2006. Por efecto de este éxodo rural, el valle de Katmandú experimentó el mayor crecimiento demográfico de su historia y la trama urbana y el número de viviendas crecieron exponencialmente desde el centro hacia la periferia, sin orden ni concierto.

Lo primero que sorprende al viajero al llegar a Katmandú son sus calles polvorientas y un caótico tráfico rodado: un ejército de taxis, pequeños utilitarios de fabricación india, y motocicletas que sortean hábilmente a cientos de peatones. Convirtiendo una carrera en taxi en una aventura de la que, si sales ileso, es por puro milagro y donde no suelen atropellar a casi nadie porque los dioses son grandes.

La gente deambula por las calles con mascarillas terapéuticas para protegerse de la polución, pero sobre todo para no respirar la nube de polvo en suspensión que envuelve la ciudad desde primeras horas de la mañana y crece a medida que despabila el día con el rugir de los motores. La bocina de los coches es un artilugio que se inventó para hacerla sonar, y se diría que los nepalíes se divierten tocando el claxon por cualquier motivo.

         Aunque la prensa occidental no le dedicó demasiado espacio, la situación social en aquellos años era bastante turbulenta. Con la mayor parte de las zonas rurales controladas por la guerrilla, en 2004 los rebeldes iniciaron el bloqueo de los acceso a la capital para forzar la caída del régimen. Cosa que ocurriría a finales de 2007, tras la firma de los acuerdos de paz. Pero desde entonces las protestas violentas se trasladaron a las calles, mientras los insurgentes se preparaban para el asalto al poder. Lo que se produjo meses después tras la proclamación de la República Federal Democrática y la victoria del Partido Comunista de Nepal (de tendencia maoísta) en las elecciones  a la Asamblea Constituyente de abril de 2008. En los meses previos, las convocatorias de huelgas y ocupaciones de fábricas y talleres estaban a la orden del día. No era infrecuente que se interrumpiera el suministro en los surtidores de gasolina por agotamiento de los depósitos de combustible y las dificultades en el abastecimiento exterior.  Para arrojar más leña al fuego, los ecos de las revueltas en Tíbet de marzo de 2008 por las represalias del gobierno chino a las celebraciones del año nuevo no se hicieron esperar en la capital nepalí. Grupos de monjes tibetanos al grito de Free Tibet se manifestaban por las tardes ante la estupa de Boudhanath, mientras la policía nepalí se empleaba a fondo para apaciguar los ánimos.

 Una de las últimas imágenes que recuerdo cuando abandonaba la ciudad en marzo de 2008 para dirigirme al norte del país, fueron los disturbios provocados por los rebeldes maoístas y las calles cortadas por barricadas en llamas que teníamos que esquivar.

En medio de todo este universo convulso, cientos de monasterios budistas tibetanos esparcen al aire sus plegarias a cualquier hora del día. Como los banderines de colores que flamean al viento desde las centenares de estupas diseminadas por el valle. Si Roma es la capital occidental que concentra más iglesias en todo el mundo, Katmandú es seguramente una de las capitales asiáticas que cuenta con un mayor número de monasterios budista tibetanos.

Pero este ritmo trepidante de la vida urbana, con el tiempo, te va cautivando y hasta termina por seducirte. Encuentras una extraña fascinación en deambular por calles pestilentes en las que el sonido más característico, aparte de las bocinas de los coches, es el carraspear de un nativo que esputa sin escrúpulos en plena vía pública. Pitas, coches, gente y más coches y motocicletas que rugen y suenan sin descanso. Pero Katmandú tiene algo…Quizás ese embrujo seductor incomprensible es lo que hace que esta ciudad de más de un millón y medio de habitantes sea parada obligatoria de las expediciones a los Himalaya y destino espiritual de millones de peregrinos de todo el mundo. El valle de Katmandú está atestado de monumentos y lugares sagrados. Fue este el punto de partida de este viaje por distintos lugares de Asia ligados a la tradición budista. Sin embargo, uno de los momentos más sugerentes de aquel viaje y de la permanencia en Katmandú fue cuando conocimos a Susi, una italiana afincada en Nepal desde hacía años. La historia de Susi me impresionó. Era una mujer emprendedora que había abierto una de las primeras pizzerías en la capital nepalí. Después, viendo la oportunidad de mercado que se le ofrecía con el proliferar de los cafés y restaurantes italianos, consiguió la representación de una conocida marca de máquinas de café para bar que importaba de Italia. Pero lo más sorprendente fue saber que Susi  era propietaria de un laboratorio de fabricación de productos de medicina ayurvédica. La medicina ayurvédica es una tradición muy antigua que nace en India, donde cuenta con gran arraigo al igual que en buena parte del continente asiático. Lo más curioso es que guarda una estrecha relación con la tradición filosófica y espiritual védica. El laboratorio se encontraba en el valle de Katmandú, en las afueras en la ciudad, pero que, de facto, el crecimiento urbano sin solución de continuidad la convertía en periferia de la capital. Más que un laboratorio farmacéutico, poseía la atmósfera misteriosa de un laboratorio alquímico. Se dice que la alquimia contó antiguamente con cierta tradición en India, influencia a la que el ayurveda se mostró permeable. En esta suerte de laboratorio alquímico/ayurvédico, cada producto era elaborado de manera artesanal, trasmutando la materia prima natural en medicina para el cuerpo y para el alma. Recuerdo un hornillo de atanor encendido, una sala llena de alambiques y vasos mezcladores en donde se procesaba la mágica elaboración de los productos y unos anaqueles donde almacenaban botes de ungüentos y aceites milagrosos. Cuando visitamos el laboratorio, Susi nos contó la historia de cómo el destino le había reservado aquel rol que nunca se habría imaginado.  Susi conoció al propietario y fundador del laboratorio que en las postrimerías de su vida se encontró sin descendencia y sin la persona adecuada a la que encomendar la continuidad de su obra. Por un cúmulo de casualidades, cuyos detalles ahora no recuerdo, recibió de este anciano, como un regalo del cielo –decía– una serie de pergaminos antiguos que contenían las fórmulas tradicionales de la medicina ayurvédica. Estas fórmulas, guardadas con el sigilo del celo en su custodia,  se transmitían de generación en generación y Susi había recibido aquel legado con el compromiso de que el laboratorio continuase su andadura. De manera que asumió el personal especializado y continuaría su labor.

Después de fallecido el anciano, sucedió algo extraño y de difícil explicación. Una noche cuando regresaba a su casa en Katmandú se dispuso a aparcar el coche delante de la entrada, cuando de repente observó un bulto en el suelo. Le pareció extraño y sin saber de qué se trataba, se acercó con cautela. Era algo envuelto en una manta. Temerosa, avanzó lentamente. Se llevó un susto de muerte cuando vio que algo se movía en su interior. Se trataba de un recién nacido que habían abandonado a la puerta de su casa.

Después haría las averiguaciones oportunas entre los vecinos para saber de qué familia procedía. Se trataba de una familia numerosa en la que el salario del padre resultaba insuficiente para satisfacer las muchas necesidades que atender, y menos aún para hacerse cargo de otra boca más que alimentar. Era el modo de elegir una madrina pudiente para el recién nacido.  Susi no tenía hijos, de modo que aquel hecho casual (?) la convirtió en una especie de mamá-madrina. El pequeño regresó con su familia para ser criado, pero ahora con la ayuda de Susi que se encargaría de su patrocinio para que pudiera salir adelante y estudiar. Cuando conocí al pequeño Rajesh, tenía ya 10 años, era muy aplicado en la escuela y me dijo que le gustaría estudiar Medicina. Susi estaba convencida –me decía– que aquella criatura que había encontrado abandonada, en medio de la noche, a la puerta de su casa, era un bramino, un ser de la antigua casta sacerdotal (brahamanes) que se habría reencarnado. Me confesó que siempre había tenido la sospecha, si no la neta sensación, de que el niño mantenía algún tipo de conexión kármica con el anciano «farmacéutico», quien lo habría enviado como protector y garante que asegurase la continuidad de su obra.

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