La cabra jala pa’l risco.

Canarismos

La cabra jala pa’l risco.

 

Luis Rivero . Publicado en el suplemento Cultura La Provincia/DLP

 

En el español hablado en Canarias, ‘jalar’ significa –entre otras cosas– ‘tender a’, ‘propender’, ‘inclinarse hacia’ o también ‘trasladarse’ o ‘cambiar de lugar o sitio’. El dicho «la cabra jala pa(ra) (e)’l risco» es la versión isleña del aforismo castellano: «la cabra tira para el monte», que con distintas variantes faunísticas resulta casi universal. En sentido figurado viene a significar que las costumbres y el origen de cada individuo, siempre acaban manifestándose. Es sabido que la cabra es animal amansado que muestra por lo general gran inclinación a retornar a su estado salvaje. Así como resulta manifiesta la preferencia de este animal por los lugares altos y escarpados. Por eso se dice que la cabra siempre tira para el monte. Lo que metafóricamente viene a indicar que de sólito cada cual obra –casi por instinto– según su origen y naturaleza.

Se suele emplear en sentido peyorativo para calificar negativamente las tendencias en la conducta de una persona. Aunque tal objeción no deja de ser tan arbitraria como «conservadora» frente a un gesto de rebeldía que –más allá de los juicios morales– entraña el querer  salirse de los estrechos márgenes que marca el sendero –o vereda– de lo ‘normal’ (o de lo ‘normalizado’).

A veces se exclama: «¡Es que lo lleva en la sangre!», como si formara parte de la herencia genética del individuo; un hiperónimo que viene a recordar que es difícil renunciar a aquello que está en nuestros genes, y tarde o temprano termina manifestándose. Lo que se explica a través de la imagen alegórica  de la cabra (montaraz de vocación) que campea a sus anchas en medio de un paisaje agreste.

Más allá de la significación primaria, el dicho está preñado de una filosofía elemental pero trascendente. La fuerza significante del animal cimarrón que recupera la libertad perdida ‘tirando pa’l monte’ evoca subliminalmente la búsqueda del estado salvaje primigenio.

En la mitología griega, según la tradición homérica, los «dioses» habitaban en las altas cumbres del monte Olimpo. Tanto en la tradición judeocristiana como en la práctica totalidad de las culturas y mitologías de todo el mundo, las montañas son o han sido morada y refugio de «dioses». Por ello la simbología es unánime al atribuirle el valor significante de elevación, evolución y superación.

La tradición bíblica –no exenta de simbolismos– recurre en más de una ocasión a episodios de cabras que escapan del redil y se adentran en los riscos del monte y de pastores que van tras ellas, lo que sirve al escriba para fundamentar una parábola o relatar una teofanía. Sin ir más lejos, la tradición parece atribuirle a un ganado de cabras –quién sabe si a una cabra descarriada que jaló pa’l risco– el protagonismo que propicia el encuentro de Moisés con Yahweh en la «teofanía» de la zarza ardiente, mientras pastoreaba el rebaño de su suegro.

En fin, allende esta conexión mitológica, entre cabras, riscos, montañas y «dioses», lo cierto es que el monte es también reclamo de libertad sublime que expresa la tendencia del animal cimarrón a asilvestrarse. Y quien es como es, no puede renunciar a serlo porque tarde o temprano vuelve a las andanzas. [«No le des vueltas, chica; pueblo naciste y pueblo serás toda tu vida. La cabra tira al monte», pone Galdós en boca de uno de sus personajes en Fortunata y Jacinta]. O como se suele decir también con otra expresión afín: «hijo de gata, caza ratones». Y frente a lo que parece ser «ley de vida» no queda otra que consolarnos con esa letanía de resignación que suele escucharse en estos casos: «si es que no hay quien lo meta en vereda».