Otros modos de hablar con números (y IV)

Luis Rivero en el suplemento de Cultura de La Provincia/DLP del sábado 7 septiembre 2019.

Como hemos visto, abundan en Canarias los usos “numéricos” o expresiones de cantidad para formular ideas y conceptos que poco o nada tienen que ver con los números, al menos aparentemente. En ocasiones se recurre al símil aritmético o a una unidad monetaria para la construcción del aforismo. Buena parte de estos dichos y modismos son de uso general en el español, frente a otros más genuinos o exclusivos del español de Canarias. 

Entre estas metáforas “aritméticas” o “pecuniarias” propias de las islas tenemos la que dice: «Siempre (le) falta una peseta pa(ra) (e)l duro», que se predica de alguien mezquino o tacaño, que no escatima ocasión para racanear a la hora de pagar la cuenta o deja siempre a deber algo; del que tiene fama de roñoso. No obstante, a veces se usa –así lo hemos escuchado en alguna ocasión– con valor objetivo («siempre falta una peseta para el duro»), para lamentarse ante alguna obra o reparación en la que nos quedamos cortos en la medida, cantidad o proporción necesaria para concluirla satisfactoriamente. Similar resulta la expresión «querer hacer de cuatro pesetas un duro» que se emplea para referirse a alguien austero y agarrado en el sentido de ser excesivamente ahorrador (alguien que «gasta menos que un ruso en catecismos»). Echando mano al mismo símil monetario de las anteriores, aunque apartándose del significado de aquellas,  encontramos este registro que advierte que «nadie da duros a cuatro pesetas». Se trata de un dicho  que sugiere al crédulo de ser prudente ante los actos de aparente liberalidad, pues las cosas no son gratuitas y nadie da nada a cambio de nada. 

Entre las expresiones arcaicas de origen castellano que recurren a un numeral “pecuniario” como metáfora localizamos varias que, no obstante su origen, han encontrado fácil acomodo entre los hablantes isleños, hasta el punto de que hoy gozan de una fuerte implantación en nuestra habla. Es el caso de la exclamación: «¡Ni qué ocho cuartos!». Con la que se expresa disconformidad con lo que alguien dice. Sus orígenes parecen remontarse al siglo XVIII (en que aparecen los primeros registros documentados de la expresión), periodo este en el que existía el realillo de a cuatro cuartos de peseta, moneda de curso legal a la sazón. Se cuenta que en épocas de carestía las exigencias de la población provocaba la subida de precios de los alimentos de primera necesidad de manera desproporcionada. Hubo periodos en los que la hogaza de pan, de cuatro cuartos podía pasar a costar hasta diez cuartos. Esta situación debió provocar airadas protestas en los mercados, hornos y ventas a la hora de comprar. De modo que cuando se escuchaba el precio de la mercadería, con sorpresa y desdén se mostraba la disconformidad con lo que costaba. De ahí parece haber surgido la exclamación: «¡Ni qué ocho cuartos!». Difundiéndose hasta llegar a nuestros días para enfatizar el desacuerdo o manifestar disconformidad con lo que previamente se ha dicho: «¡Qué […] ni qué ocho cuartos!».

«De tres al cuarto» es otra locución adjetiva que guarda relación en su origen con la moneda de curso legal en aquel tiempo. Con ella se hacía referencia en los mercados al género de poca calidad o de escaso valor (“me da de esos, de tres a un cuarto”; hoy se diría en baratillos o mercadillos algo parecido: “de tres a un euro”). De ahí la frase pasó a usarse para designar la escasa calidad o valía de algún producto o de cualquier otra cosa, o despectivamente,  referido a una persona, a alguien “de poco monta”, de poca importancia (en tales casos acompañado de sólito de la profesión, ocupación u oficio del sujeto). 

           Asimismo, en el ámbito isleño, se puede escuchar todavía la exclamación: «¡Qué tres patas para un banco!». Se trata de una frase de aire jocoso y festivo que alguien de confianza dirige a un grupo de tres personas que permanecen ociosas, es decir, «sin dar un palo al agua». El número tres tiene aquí un carácter meramente cuantificador para indicar el número de personas a las que se dirige (como sucede con la exclamación ya comentada: «¡Qué dos cabezas para un caldo de pescado!»), o puede deberse a una deformación por imitación de la expresión sinónima: «¡Qué tres teniques para un fogal!» (y que también hemos comentado en estas páginas), que, oportunamente, se adecua al número de personas a las que se refiere. De lo contrario no parece tener mucho sentido, pues los bancos suelen tener cuatro patas de apoyo y no tres. Como mismo sucede con los gatos…